Wednesday, October 08, 2008

EL ASCETA



El Asceta

A partir de la lectura de Las Cabezas Trocadas y Sidharta, entre otras, la forma de verme a mí mismo y de ver al Mundo, cambió definitivamente. Durante cada minuto libre pensaba en estos temas y una serie de ataduras antes ocultas, se me hicieron evidentes. Al comienzo era un raciocinio a la deriva, hasta la modorra. Un buen día me pregunté si era adecuada esa forma de flotar en las ideas, anulándose en su propio origen.

Por aquella época estudiaba medicina y hacía deportes. Durante las noches, al salir del comedor, pasaba horas en el malecón cercano, imaginando la energía que bamboleaba al agua y mantenía a los peces en flotación; o la que permite pasarse la vida tragando el aire hacia los pulmones. Después escudriñaba árboles, percibía la vibración del espacio batido por un colibrí, o la dolorosa sensación del fracaso de la existencia de los objetos. Mis notas en clase pasaron de Aprovechado a los mínimos, excepto en un curso paralelo de Hipnosis, en el que algún miembro del cuerpo, al levitar, podía quedarse fijo en el aire como un recado.

Una tarde, en el comedor, contemplé los macarrones lechosos en su ovillo, salpicados por minúsculos fragmentos de embutidos. Esos tubos perfectos, tan largos como el hombre los quiera. Imaginé a los obreros frente a kilométricas planchas de zinc, enfrascados en porciones de masa parecidas a pelotas de baseball, rodándolas en semicírculo frente a sus ombligos, hasta que empezaban a alargarlas cual cigarros de dos metros. Así los dejaban quietos, tomaban un rodillo de madera y aplastaban la masa hasta una cinta de cinco centímetros de ancho, y quedaba lista para la maravilla del siglo: El aflautamiento de las pastas. Tomaban una varilla de cristal del mismo largo y ocho décimas de centímetro de radio, la colocaban en el centro de la cinta de pasta, uniendo ambos extremos sobre esta y soldándolos con la presión de los dedos. Sacaban la varilla previamente untada de aceite de semillas de chirimoya, logrando el macarrón, que se secaba durante dos horas, sobre las mismas planchas. Miles de hombres en jornadas de doce horas, apenas lograban abastecer a comedores populares y hogares de ancianos. Comencé a sentir lástima de desbaratar el resultado de tanto sudor con una mordida.

Pasó en tiempo y durante el post graduado, me vi criando pollos, asesinando peces para secar y lograr una especie de pienso casero, que aumentaba de volumen con paja de arroz, yerbas secas y piedra caliza. El ave crecía a costa de pasarse medio mundo por el buche y al final era aniquilada en una comelata salvaje. El apetito por tales alimentos me fue escaseando, masticar algo elaborado era un suplicio. Me oprimía el pecho saber que éramos seis mil millones de bocas y la idea de algún paraje deshabitado comenzó a obsesionarme.

Hasta dos veces por semana, frecuentaba los lugares más recónditos de la Península de Zapata, inmensa zona cenagosa salpicada de bosque y manglares, donde comía raíces y hojas, bebiendo agua de los canales. Me asombró lo fácilmente que me acostumbré a ello. Pero algo, como si fuera una piedrecilla en los zapatos, me molestaba durante esos viajes. Relajaba los sentidos, para que encontraran ellos mismos la causa y nada sucedía. Hasta que vi las espaldas brincadoras del chofer. Recorrí los asientos ocupados, el pasillo atiborrado, las ventanillas con las agarraderas ausentes, el techo invadido por el óxido y el fogaje del motor, como si a la vez, hiciera rotar al planeta. Y el hombre inventando, royendo los recursos naturales, hasta llegar a este bestial aparato. Imaginé millones de carros rodando. Tanto petróleo formado en las edades geológicas, para quemarse en segundos. Todo alrededor de esta gran espiral que succiona al hombre hacia un ombligo negro. La velocidad y el derroche. El pensamiento disparado contra un camello filosófico, inexistente. Sufrí un peso detrás de los ojos, como perros por salirse tras la perra en celo hacia el verde cercano, y me apeé mucho antes de llegar. Eché los zapatos al hombro y caminé los cincuenta y dos kilómetros restantes. Desde entonces fui alimentándome con pitahayas y romerillos.

La última vez que entré a la bodega, me miraban el pelo de no gastar esos peines inútiles que ejércitos de mujeres confeccionan con cuadrados plásticos sobre el fuego, a la vez que les hacen los dientes a cuchilladas, a veces tajándose los dedos. Miraban mi propia mirada yéndose con los escasos productos: Cigarros normados a treinta centavos, con cartelito rojo. Cigarros liberados a un peso sesenta centavos con cartelito azul. Leche evaporada por dieta médica a veintiocho centavos. No ha llegado la leche fresca por rotura del camión. El pan casi madera. Medio mundo empleado infructuosamente tratando de lograr unos pocos ejemplares de esos artículos que dan más ansiedad, que llenazón y siempre el Alma flotando sobre los estómagos. Al final las cloacas. Tuve que presionarme las sienes. Dejé la libreta de racionamiento y el dinero sobre el mostrador. Corrí hasta casa, me vestí con la ropa de trabajo productivo, recogí los carretes de pesca, abrí todas las puertas, solté los tres pollos, las jicoteas, los periquitos, besé en la boca a mi perra bóxer, sin presentir que se iría a la muerte tras de mí. Y así la casa y el patio, en bandas resonantes regalándose a los hombres lobos, quedaron como un afiche colgado en el viento de la tarde. Palpé los lapiceros y un block de hojas blancas en la mochila y salimos caminando la perra y yo directamente hacia la península. Esto sucedió hacen seis años. Pocas veces, desde entonces, he oído alguna voz a lo lejos. Paso los ciclos recostado sobre la madeja de raíces de los manglares, cazando ripios de sol, contando las jutías y sacando algún que otro pez que me llevo a la boca escupiendo las escamas en plácido entretenimiento. Quedaron atrás las agonías de inventos y desarrollo. Vago como el viento, me dejo atravesar por los mosquitos. Voy como pagando la deuda de todos, siendo feliz en mi suplicio. He alcanzado la perfección del espíritu y espero que en la próxima reencarnación, al fin pueda recordar todas mis vidas.


Pastor José Aguiar

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