Sunday, August 21, 2005

CUERDA DE MAR

Mar, tensada cuerda de guitarra.
El aire le saca melodías.
Abundante su música y los días
surcidos al hechizo de sus algas,
su lomo plomizo de los ayes
sabe cabalgar las ondas de mi lira.

Yo me callo cuando dice que me olvida
y canto cuando vuelve a mí, en las tardes.
Su voz de granizos afiebrados
se deshace en los nimbos y los mangles.
Una orilla se anida en mis ciudades
y la otra espera mis acasos.
Vengo con mi copa a su abundancia.
Mi nervio es el arco de su alarde,
cuando el sol en su nido arde en el rayo
cobija de caudales y fragancias.
Con el sueño que me sana el alarido,
me habrá dicho el amor de sus arenas,
porque un salve de bálsamo en mi vena
recita el amor como latido.
Cántame la causa de mis males,
navega lo que fui de tus honduras
adivina la magia de mis dudas,
adelanta el afán de mis edades.
Una mujer te veo en la humedad
de piernas heridas y hace tanto.

Háblame de nuevo la espina de tu canto.
Dime ese nombre de olvidar.

Pastor José Aguiar.

Saturday, August 20, 2005

DESVERSANDO

Nada es cierto nada falso

espera y verás tornando

en su opuesto cada asunto

Lo seguro es un si acaso

y un milenio cual segundo.

La experiencia no son años

ni cirugías ni partos

ella pasa por un nudo

retroalimento y amago

penetración de futuro.

Todo es tremendo y sublime

la luz, la furia del labio

el fin del abecedario

el concepto de la estirpe

un número solitario.

Estoy para verlo anclado

en un saludo, en un puente

dudo si árbol o gente

pensamiento derramado

sobre un verso diferente.

José Aguiar.

Thursday, August 11, 2005

Mujer, la mía, infinita...


Mujer hermosa de sol cabello

rumor de aplausos tus ojos llevan

Cuánta paloma en la piel de velo!

Cénit de lujo en que claras vuelan.



Soplo embelezo en mis fantasías

tu miel respiro como un efluvio

portal de canto a las alegrías

arca de goce que es mi refugio.



No busco el vocablo inédito

la letra suma, la nunca dicha

mi mano trae en oscuro séquito

todo el amor en su maravilla.



No me pluge inventar el barro

mi corazón con su copa vierte

fogoso molde que enamorado

muta el silencio para quererte.



No es el fonema, es la espesura

no la pirueta sino la fuerza

siempre moderna va tu hermosura

no de ropaje sino en pureza.



Mujer de vinos innarrables

surcos de magma en el latido

un precipicio tus incontables

prismas que besan hasta el olvido.



Humilde verso para tu verja

siembra mi alma por cada vida

soy en tu luz, germen de vela

poca a los ojos, en Dios infinita.



Pastor José Aguiar


Saturday, April 23, 2005

TU BESO

Tu beso tiene de vuelo de palomas
de cedros curvados sobre el día,
tiene de rosas y estadía
de un sueño azul sobre las olas.
Tiene de reto y de adivino
de campanas incendiarias
de carne futura y temeraria,
señal caliginosa en el camino.
Voluntad oculta de las frutas
trago de tomarse con la vida,
amenaza velada de partida
olvidando el sentido de las rutas.
Tiene de abismo y de estocada
estación del vicio y de la fiebre,
apariencia engañosa de Noviembre
en la Primavera liberada.
Tu beso cordial se me hace tarde
con el giro del labio silencioso,
un ademán divino de retozo
volándome la sangre.
Me llega distal sobre las venas
ofrenda deliciosa engatillada
herida en arrebol engalanada
para mi cena.
Cuál será la fórmula segura
que a él me anude con el lazo
redondo y delirante de mi abrazo
sobre tu espesura.
Tiene tu beso mi principio
mi final y mi poema,
humedad desnuda que me lleva
a la cepa de tu signo.
Ya me olvido y me desato
besado en besándote tan loco
que ya el beso se hace poco
para el hambre de mi trago.

PASTOR JOSE AGUIAR

COMO TE ESPERABA

Iluminado y contento te esperaba,
sábanas deshechas
y ese dolor de horas
por si olvidas la llegada.
Sereno el brazo,
la sonrisa garza
relumbraban las abejas en los rezos
por si acaso fuera noche,
aún habrían guitarras para aliviarte
cintura y hambres.
Así era amarte
cual sobre todas las cosas,
cual estar vivo y ser tu cauce.
Así era amarte por si demoras.

PASTOR JOSE AGUIAR

DUERMES YO LO SE

Duerme mi sueño en tu pupila
mi carne turbulenta que se amansa
en los ríos numerosos de tu llama
descifrándome el enigma.

Duermes y callada tu memoria
se libera en la suma del olvido
igual al amor, igual al vicio
y a la trampa y a la Gloria.

Duermes y dormida eres de loto
mil senderos hacia el alba,
carne disuelta por el agua
sumarial de lo remoto.

Yo me afano en que me sueñes
con los títulos del beso
me reparto en los anuncios de tu cuerpo
por si acaso te despierte.

PASTOR JOSE AGUIAR
2001

CORRO A TI TREMENDO

Hoy me desverso.
Soy tuétano y candela
abundo por tus manos
invado tu recuerdo con mi anhelo.
Un arrebato azul por tu pelo
me abruma la carne
me hace inmenso.
Ando desnudo como un aire
relámpago y adverso
atrevido quizás sobre tus senos
doloroso en la caricia
repitente y fugaz
y saciándome en ti de nuevo
te grito un manojo de caricias
sobre corceles de besos.
Espérame en tus piernas
con el jardín abierto.
No soy otro que tu nombre y alimento.

PASTOR JOSE AGUIAR
2001

ALLA UNA TARDE FUE NUESTRA

Allá en la costa eras Diosa.
Numerosa despedías las palomas.
El agua en tus ojos
de verdegrís amante,
de mil sonidos.
Un pedestal de oratorios.
Todo un vicio de arcoiris
tu puesta imagen de lirios,
tu mano en viaje de miles.
Mi voz, tu voz llamarada
al filo de los eclipses.
No habrá otra, no fue nunca
tal brevedad infinita.
La de verte convertida
así, nimbo de abejas,
Reina mía.

PASTOR JOSE AGUIAR
2001

COMO NO AMARTE A TI

Cómo no amarte en los portales
que anuncian al poeta los jardines
glamorosos y rotundos de su Numen
orlándote de versos los confines.
Cómo no adorarte en río de concierto
espumosa avalancha que te vibre
plegaria traducida en azucenas
Si avanzas del resumen de la flor
del verso paradigma que te escriben
ansiosas alas de cien matices.
Si eres la estación de aquella espera
donde mi alma soñó expandirse
alusión salvada de la magia
a la curvatura numérica del cisne.
Cómo no amarte si eres reina
que a mi dominio de amor define
ladera que en marcha de preludios
me nombra con la luz y me redime.

PASTOR JOSE AGUIAR

MANOS

Has visto en mano insinuada
esa luz de los saludos?
y sus diez guitarras?
y sus ángeles de apuros?
Has visto un sol en la trampa
de sus impulsos?
y sus felinos de rabia?
y sus muros?
Le has visto ligera en aguas
volar en primas de lujo
albosa, tremenda y fragua
y también susurro?
Has visto una mano tanta
tanta flor y tanto abuso
que duele su gracia
como de mundos?
Has visto que está arbolada
y en cada nudo
fue de hielo y fue de llama
y aún difunto?
Es la mano, la de Albanta
esa otra y fue futuro,
y la copa en las palabras
de cada mano que hubo.

PASTOR JOSE AGUIAR
2001

DE LA MAR VENGO


Vengo desterrado de su seno
sus aguas lloro por las heridas
mis ojos anclan su piedra.
Vengo del pliego que le repite
sereno, hondo
vago en la mirilla, su documento
cuando la noche lo puso lejos
de alguna enmienda,
de un Sur extraño
salí mojado yo, sin quererlo.
Coral, quien sabe
mínimo universo,
alguna costumbre rebelde
para que vague por las cenizas.
Ala de su infinito, afán de vuelo
en su contorno, rudo aprendiz.
Tanto de estragos para saber
que soy su pez.

PASTOR JOSE AGUIAR
2002

DE VERSO QUE NO DIGO

Poemante el corazón brama latido
y en flagelo la arteria no armoniza
con el río de versos que me atiza
la cuerda victimaria del sentido.

Heraldo de morir arrepentido
en vuelo del labio a la ceniza
naufraga la palabra que agoniza
con tanto que decir, de haber nacido.

Y vuelvo, me lava una azucena
esta espina abismal en la semilla
clamando por su página serena.

Si pudiera, ay!, labrar en maravilla
con el hambre dispersa de mi pena
sobre un oro de luz, mi luz sencilla.

PASTOR JOSE AGUIAR
2002

AIRE DE LA TARDE

Este aire argentino de la tarde
dulce y largo bostezo
con su traje que imitando al fuego
arde en guitarras sobre los celajes.
Abundante extensión del cielo
aliviando del vicio a los horarios
con esa víspera en música de rayos,
acuna en aguas inconclusas
tanto sueño que cesó despierto
y oración privada de palabras.
Este aire que a olvidarse viene
en el seno tumultuoso de la noche
ha dejado al otro lado de su roce
una inevitable sensación de Viernes.
PASTOR JOSE AGUIAR
2000

PITUSA SOBRE LOS ARBOLES

Aún revivo una y otra vez aquellos paisajes. Maravilla fermentando en mil sucesos que visten de magia a mis recuerdos. El batey de ocho o diez casas describiendo su caprichosa navegación en los días de sol apremiante; narrando el paso de los ciclones en antiguos caballetes, anunciando en el verdiclaro ruedo de la yerba bajetona , la aparición de cada asunto. De un lado a otro era encinchado por el rojo trazo de la guardarraya , que nacía en el Callejón Hondo por el Sur , y después serpenteaba entre cañaverales hasta muy allá, donde el potrero. Al fondo la arboleda con los caimitos inalcanzables, los zapotes escondiendo su dramático nervio y mangos y caniteles cobijando cafetos, nidos de gallinas y juegos de nosotros. La gente anunciaba la vida en un galope de caballos, en la rondana del pozo de boca chirriando con el peso del cubo, en la tos higiénica de abuelo al amanecer, mientras enjuagaba el colador de café a través de la ventana de la cocina. Aún a prima noche, cuentos de apariciones y brujerías rumoreaban entre oídos desvelados. Y más tarde gritos de pesadillas, ronquidos incontrolables, algún empacho empedernido, o el mugido sembrador del sexo.
Aún me parece ver entrar a la carrera a Pitusa, desgreñada, con la túnica blanca sucia de paisajes, desde el Callejón Hondo para iniciar los juegos de la tarde. Sus grandes pies llovían sobre los terrones y las piedras como si gozara en ello, a juzgar por su risa, entonces feliz, expectante; otras fuerte y delgada como un filo. Cuando eran las tardes de turbonadas nos íbamos a jugar a la casa vieja. Era una construcción de madera, techo de hojas y piso de cemento, en lo que antes fueron comedor y cocina, y de lozas en la sala y dos cuartos restantes. Como mis abuelos habían muerto años atrás, la sala y el comedor se adaptaron para escuela. Lo que fue cocina quedó abandonado y allí siempre encontrábamos algo nuevo, desde un fragmento de plato hasta una cuchara torcida, o algún extraño pedazo de madera a medio tallar. Los dos cuartos se convirtieron en la casa de abono. Allí apilaban los sacos de fertilizantes para la caña hasta las soleras, que limitaban la parte superior de las paredes de tablas de pino. Este era nuestro sitio de juegos. Recuerdo que en uno de los escaparates encontré un libro de historias de sexo en que una muchacha virgen era conquistada. Aquello fue un acontecimiento inolvidable. Lo escondimos debajo de las lozas y nos disputábamos el tiempo de leer. Por allí, además, quedaba el armario de la vitrola RCA Victor y algunos discos en cuyos sellos se veía un perro frente a una bocina. Entre los ángulos de paredes y los sacos , las gallinas escondían nidos y alguna vez tomamos un huevo echado y lo descascarábamos para ver al polluelo con esbozos de plumas, que al moverse, proyectaba el piquito blando sin lograr un pío. Esa tarde, con las nubes apelotonándose por el Este , y prometiendo a Mima que regresaríamos corriendo antes de los primeros truenos, volamos hacia la casa vieja, distante 200 metros. Ibamos mi hermano menor, dos primos y yo. En un tronco de zapote por el patio trasero , Pitusa se quedó con la cara contra el árbol, contando a grito pelado del uno al treinta , mientras nosotros nos escondíamos dentro de los cuartos de abonos . Yo montaba en ira porque mi hermano pretendía esconderse junto a mí , y con ello, nos encontraban fácilmente. Pero algo inolvidable sucedió esa tarde. En pocos minutos el viento giró y la nube se repletó de agua y truenos sobre la casa . Las gotas cebadas arrancaban fragmentos de cobija del techo . Corrimos todos al estrecho portalito para poder contemplar la magnífica manga de viento que ya hacía volar las hojas de palma real que se enredaban en las ramas altas de naranjos y mangos . Las gallinas regresaban despavoridas, ensayando vuelo a trechos , y una polvareda roja lo envolvía todo, hasta que el aguacero la aplastó . El primer trueno, cercano y ruidoso, nos lanzó a unos contra los otros , y fue cuando Pitusa me estrechó aterrorizada. No se si casualidad a mis doce años , o aquel librito obceno, pero noté que el pecho de ella me rozaba blandamente con unas carnosidades redondas y sueltas como dos pequeñas naranjas. Y con más curiosidad que perversión, aproveché la cercanía para palpar una, que para siempre se me quedó en el hueco de la palma con visos alucinantes. Ella dio un salto atrás con los brazos en cruz, resoplando y gimiendo como si fuera a morderme.
_A tu madre lo voy a decir, desgraciado!- Y salió huyendo bajo el aguacero y los relámpagos . Cuando me asomé, no vi rastro . Uno de mis primos me preguntó con maldad.
_¿Qué le hiciste cabrón?-
_Nada, que le están saliendo las tetas y yo quería vérselas-
_ Serás comemierda, tú crees que eso es agarrar como así y ya?. Mira, tío Coco dice que primero tienes que irle hablando de otras cosas y cogiendo confianza, le tocas la mano y se la aprietas, esperas un ratito , y le pinchas jugando, como para ver si tiene cosquillas y viene la risa, y así le va gustando, la vas tocando hasta donde quieras; pero si se echa atrás brava, la dejas diciéndole que no quieres hacerle nada malo.
_Qué sabía yo, fue que le noté esas pelotas y no lo pensé, tenía que ver cómo eran , no imaginé que fuera a ofenderse.
_¿No ves que es una mujercita?. Casi todas las tardes va a limpiarle la casa al viejo Hilario y dice Tío que ese hombre tiene historia de que una vez trato de hacerle algo a su propia hija. Por eso ella ni le habla y se mudó para El Desquite.
_¿A qué viene eso?.
_ ¿Cómo que a que?. Pues no duedes de que ese descarado quiera manoserale las novedades que ni ella sabe que tiene.
_¡Oh!-
En eso el viento giró del Sur y el aguacero amainó. Poco a poco avanzamos los cuatro bajo la llovizna , jugueteando con los pies descalzos por los carriles desbordando un agua roja hacia el callejon. Y a esta altura mi única preocupación eran los pezcozones de mi madre porque “ustedes me van a acabar con los nervios y antes de que una tronamenta me los mate como a su padre, los despellejo a cuerazos” . Y yo diciéndole entre sollozos que por qué no le pegaba a mi hermano también y ella, sofocada y a gritos enormes, que “porque el ideísta eres tú, que en vez de cuidarlo, lo usas de experimento”. Así pasaban las semanas y las estaciones ablandaban al tiempo.
La Primavera siguiente comenzó temprano. Mi madre nos hizo mojar con el primer aguacero de Mayo para garantizar buena salud. En pocos días los hoyos del potrero se llenaron de agua enfangada por las reses, y la cercana laguna de Asiento Viejo se desbordó. El negro Heleno llegó una tarde con dos manjuaríes que sumaban una arroba de peso , ya tiesos , con un remolino de moscas siguiéndole.
_ Como pica la biajaca; y estos bichos(Señalando a los manjuaríes) se cazan a machetazos por la sabana inundada.
Enseguida me fui a conferenciar con Bernardito.Tratamos de que mi hermano no se enterara. Todo quedó listo para una hora después, cuando fuéramos a jugar a la casa vieja. Sacaríanos las lombrices cerca del corral de los puercos y mi primo iba a traer dos pitas con anzuelos.Cuando llegué al lugar, vi que Pitusa estaba en punta de pies con una lata rebosando lombrices y gusanos de manteca sacados de troncos de madera podrida. Ahora usaba un vestidito quedándole corto, en el que hubo algún azul oscuro , con manchones de grasa y tizne de la cocina. Su risa era abierta; pero fiera ante la idea de competir con nosotros en la aventura . Yo no pude evitar fijarme en sus senos. Así andaba, diferente a las demás hembras. Pitusa crecía silvestre. Su madre, que la parió pasada de los cuarenta, rondaba las sitierías buscando algo de comer, algún trabajo de lavado de ropas, etc.El padre fue para una zafra en Camaguey diez años antes.
Salimos por detrás de al arboleda a trote tendido, Bernardito, Pitusa y yo. Nuestros hermanos quedaron escondidos detrás de los sacos de abono esperando a que los descubriéramos. Bernardito iba cantando a voces mientras torcimos a la derecha para entrar al Callejón Hondo, que por tramos nos cubría por encima de la cabeza con sus paredes verticales repletas de raíces, y por otros se aplanaba en un lecho de perdigones negros que cosquilleaban en la planta de los pies. Un rato más tarde vimos la enorme ceiba, que marcaba el inicio de Asiento Viejo. Tenía un gran huraco oscuro en la base , por el que cabíamos tres muchachos. Allí dejamos las camisas. Con el machetín de Pitusa cortamos varas de cañabrava para tirar los anzuelos y fuimos ladeando y penetrando hasta unos cayos de malangueta y yerba paral , para hacer pesquero.
_Debimos haber buscado una pelota de comején para que tu vieras lo que es pescar_Nos comentó Pitusa en voz baja, como si no quisiera azorar a los peces.
_¿ Y cómo sabes eso?-
_ Hilario me lo ha dicho-
_ Ah….ya tu sabes….
Iba como a decir algo con su risa cortante, cuando cambió el gesto por un chillido y saltó atrás sin soltar la vara tensa.
_Coño, ¿qué es esto?-
Nos acercamos y yo trataba de arrebatarle la caña para tantear el peso. La pita se veía muy tensa, moviéndose hacia un montón de yerba.
_Hala chica, lo vas a perder si se te enreda- Pero no pudo evitar que se enredara. Si aflojaba, el animal removía el agua fangosa y cobraba más cordel . Si lo halaba, llegaba al tope de las matas y nada más. Tiramos el resto de las varas a la orilla y nos afanábamos tratando de sacar aquel animal, que imaginábamos mayor que nosotros mismos; pero cuidando de no meter las manos al agua por temor a que fueran devoradas por el pez. La tarde se perdía tras una nube que el viento desgreñaba en los bordes , y por su centro, cercano al otro lado de la laguna, un huso, gris, avanzaba hacia abajo zumbando cual enorme abejorro. Al fin Pitusa dejó la vara a flote, tomó la pita y fue cobrando su largura hacia la yerba. Cuando tenía ambos brazos hasta los codos, hubo un movimiento de batido de las aguas y las hojas se arremolinaron
_¡Es una bestia Dios mio!_ Gritó Pitusa a la vez que soltaba para revisarse las manos y huir hacia atrás, enredándose los pies con las raíces del fondo y cayendo de espaldas con gran aspaviento. Antes de recibir ayuda se incorporó escupiendo renacuajos y mazamorra; pero a la vez se agarraba el vientre entre sollozos y maldiciones.
_Creo que me arañé la barriga con unos alambres_ Sin mucho recato se arrolló el vestido hasta el cuello y quedamos lelos ante el espectáculo de aquellas tetas rojiblancas en contraste con su otra piel quemada por el sol; pero deseosos de descubrir nuevas cosas más abajo, le vimos el vientre y algo nos hizo mirarnos, a la vez que mi primo señalaba con extrañeza.
_ ¡Que miran, coño!. Parece que no fue nada_ Y de un tirón bajó la tela.
_ Te has puesto barrigona Pitusa, ¿serán las lombrices?
_ Será el coño de tu madre. Qué te importa_ Nos gritaba e intentaba arañarnos la cara. En eso calleron las primeras gotas y fue que descubrimos que el mundo había cambiado. Era como si la noche se nos encimara desde el Sureste. Las cortinas de agua sellaban al cielo. El frente de la nube, ya lejos, pretendió cerrar la última abertura de luz , y a un centenar de pasos de la orilla opuesta, un rabo de nube daba los primeros latigazos sobre las palmas canas . El aire detenido en el pozo de la tormenta, dolía en la piel, caliente y pesado. Un silbido creciente ocupaba los oídos y pudimos ver las palmas enteras girar rabo de nube arriba trenzándose y repartiendo hojas . Unas bolas blanquecinas nos parecieron los bueyes de los Calderines. Corrimos hacia el hueco del tronco de la ceiba . Allí nos apretamos respirando aliviados, sin dejar de mirar al la tromba , que iba chupándose el paisaje hacia nosotros. Pero no terminaba el espanto. A mi primo, que entro primero, las avispas por decenas le encendieron el lomo, y con un largo grito que se impuso al mal tiempo, nos empujó hacia la lluvia . Contagiados de terror y con el rabo de nube cebándose en la laguna, echamos a correr a campo traviesas rumbo la finca, con toda la tempestad, que regaba peces por los cañaverales, pisándonos los talones. Llegamos sin Alma a la casa vieja. El batey no se divisaba ; pero el tornado se fue recogiendo con su cosecha hacia el regazo de la nube. No voy a contar la paliza ni los argumentos para la salvación, que no logramos.
Esta fue la última Odisea que vivimos con Pitusa . Su presencia fue escaseando según observábamos con maldad que iba engordando por el centro del cuerpo. Asimismo su rostro se hizo más esquivo y suspicaz , sus rasgos más toscos, su andar más recatado. Apenas nos saludaba y apuraba el paso con algún destino al otro lado del batey.
Por aquella época, un hermano de mi madre raptó a su novia y estuvo viviendo en casa por más de dos meses, mientras construía un bohío que forró con tablas de palma real , en la finca de mi abuelo. Por esa causa, diariamente, alrededor de las tres de la tarde, enfilaba el Callejón Hondo al Este, para recoger dos litros de leche que tio tenía contratados con los enanos. En uno de esos viajes , por la pendiente derecha del callejón, debajo de un gran ateje que protegía su tronco entre galanes y cundiamores, vi a alguien hecho un ovillo al pie del árbol, medio escondido el cuerpo entre las hojas. Puse la yegua al paso y vi como se convulsionaba reprimiendo llanto. En eso mi animal quiso encabritarse con una yagua atravesada en el camino, y ella se volvió asustada, incorporándose. Era Pitusa con los ojos inflamados, el pelo suelto y enredado, por los hombros, con pedazos de hojas secas y guizazos, y aquella cintura gorda que le asomaba el ombligo terso por la blusita de lienzo medio abierta.
_ ¡Qué miras ahí como un bobo!. Dale, sigue tu camino.
_ Pitusa, ya no quieres jugar con nosotros desde la pesquería aquella.¿ No te dejan salir?
_ A mi nadie me gobierna. Ya eso de estar jugando es para los muchachos_ Y bajó la cabeza como avergonzada, mirándose sus grandes pies descalzos.
_ Nadie se hace mayor de pronto. ¿Qué te pasa, estás brava con nosotros?.
_ Nooo!. ¡Serás comemierda!.¿ No ves lo que me pasa coño?._ Y como si odiara, se golpeó la panza con el puño cerrado, a la vez que con la otra se levantó la blusa hasta el cuello. Yo quedé pasmado ante las dos grandes tetas rojiamarillas con un bonete carmelita rematándole la punta, como aquellas que de juego, queríamos mamar a Tita cuando éramos pequeños.
_ Esconde eso , descarada_ Le dije casi sin voz , tragando en seco y con más bochorno que la ira de ella, que ahora retornaba al llanto.
_ ¿No ves lo barrigona que estoy?. Y mi mamá dice que la mato de verguenza, que no me bota porque prefiere verse muerta, que con ese Viejo, que dice que es el culpable, porque abusó conmigo
_ ¿Abusó de ti, te dio?
_ Con sus confianzas y manoseos, yo pensaba que era como un padre, y no se cómo en una de esas en que estaba medio dormida , reposando de lavarle la ropa, vino a comer y se tiró a mi lado, diciéndome duerme mi niñita, y yo en la Gloria, y él, que mira la carita linda que Dios te ha dado, y qué bracitos y qué ombliguito regalón . Y haciéndome cosquillas y yo que si me dormía, con un fogaje y una falta de fuerzas…y él haciéndome otomías, hasta que pasó lo que pasó . Fue por ello que le cogí un asco al viejo ese y no he vuelto allá. Y mi madre, sin saber, a obligarme a que fuera a darle una mano al pobre hombre, hasta que se descubrió todo.
_Ay carajo, qué cabronada!.
_ ¿Tú crees que no quisiera volver con ustedes, que son mis únicos amigos?_ Casi gritaba entre su llanto desconsolado
_ Muchacha, no te vamos a decir nada. Yo me encargo . Estás un poquito más fea, pero ya se te pasará.
_ No te burles…Tengo que sacarme esta barriga de adentro. Dice Mima que es un empacho, que hay que parirlo sin remedio, pero no quiero, no puedo…me estoy volviendo loca. Bueno, ya, qué esperas; sabes el chisme, vete a lo tuyo._ La yegua intentaba mordisquear el cundiamor; pero su amargo la hacía sacudir la cabeza con fuerza. Yo le halé por el bozal y la enfilé callejón arriba, como si fuera contagiándome de una especie de primera hombría
_ Ya sabes… Y si quieres que mate a ese hombre hijo de mala madre, nada más dímelo. Yeguaaa!!.
Dos días después, cuando mi hermano y yo refrescábamos el bochorno sobre las lozas del portal, parecía como si por la guardarraya , desde el callejón, una tronamenta de cascos fuera a hacer saltar el piso. Un caballo desbocado que era perseguido por una nube roja. En pocos segundos pasó frente a nosotros, hacia la manga del potrero, rumbo al monte gordo, final de toda las tierras. Era Pitusa en pelotas, regando a toda vista aquella carne indomable de loca preñada y gritando cosas que nadie hilvanaba, como si arreara bueyes o gobernara un navío en tormenta. Nosotros quisimos correr detrás, y Mima, que ya nos llamaba para preguntarnos qué pasaba , nos enfrió el impulso. Las mujeres se asomaban a los patios y se gritaban comentarios de que tu verás que eso para mal. Perero ensilló en un minuto y se lanzó detras dejando recados de que buscaran a la madre que debía andar vendiendo los huevos de la semana a dos por medio.
Al rato, todo el batey bordeaba la guardarraya haciendo viseras con las manos para adivinar quienes regresaban desde la manga del potrero, ahora a paso lento. Era Perero, halando con la diestra al caballo de Pitusa, y esta, desmadejada y como Dios la trajo al mundo, atravesada sobre el pico de la montura de su salvador, que le había cubierto las verguenzas con su camisa de caqui gris. El pelo revuelto y manchado de sangre que le brotaba de la frente, colgaba al compás del paso del animal.
_ A sus casas, arriba, que nada pasó. Está desmayada del susto. Por suerte el caballo la tiró sobre unos montones de yerba de guinea llegando al potrero. Y continuó hacia el otro lado del Callejón Hondo con sumo cuidado.Nosotros quisimos verla al día siguiente , pero no nos atrevimos, pues esa tarde su mamá estuvo en casa pidiendo boniatos par los animales y se desahogó esperando la colada de café. Dijo que Pitusa no quería salir, que se golpeaba el vientre y que aquella preñés se le agarraba a las entrañas entre más quería sacársela y que por su cuenta, no le faltaban ni dos meses para parir. Ella no le iba a dar jarabes abortivos ni rezar conjuros, porque era cosa de Dios. Agregó que el Viejo, asustado, cerró el rancho y se perdió no se sabe donde.
Nuestros juegos perdieron el gusto, y más que corretear, nos sentábamos sobre los sacos de abono elucubrando historias sobre Pitusa y lo que iba a parir, y que si eso dolía mucho, y que decían que hacer esa cosa era muy rico. Mi tío decía que era mejor casarse, o ir a visitar las putas de la calle Concha en Colón. Y nos tenía amenazados con llevarnos a la fuerza para que viéramos lo que era una hembra sin verguenza alguna, arrancándonos de un golpe lo de señoritos. Nosotros aterrorizados, nos registrábamos el cuerpo buscando dónde tendríamos los hombres lo de señoritos. Pasó mes y medio y sucedió lo que irremediablemente esperábamos. El sol había escondido una mitad al otro lado de los cañaverales, cuando Eufemia, la madre de Pitusa, llegó pidiendo ayuda.
_ Vamos conmigo, ayúdenme. ¿Dónde está Perero?. Tráiganlo también. Ahora si que la perdí.
Mi madre corrió hacia allí cerrando la puerta del portal.
_ Se subió por las matas de caimito como una gata con esa barriga. Le empezaron los dolores de parto desde media tarde y bufeaba como un animal apretándose la barriga y cerrando las piernas para no soltarlo, hasta que salió corriendo y se trepó a las matas, y por allá arriba anda como un mono, de gajo en gajo, y ahora con la oscuridad no la voy a ver. Se va a reventar contra la tierra la muy desgraciada.
Perero ya cavalgaba seguido por tres o cuatro mujeres, y nosotros a corta distancia, a pesar de las amenazas de Mima. A poco rato llegamos al rancho y al fondo estaban las cuatro matas de caimito, y los mangos y aguacates formando un tejido de ramas que no dejaban pasar claridad alguna.
_ Pitusa!_ Voceaban Perero y Eufemia. Pero nada se escuchaba ; a no ser los grillos de la prima noche. La oscuridad se cerraba en aquella maraña cercana a las nubes . Trajeron un farol de casa de abuelo; pero la luz no penetraba aquellas alturas. Nosotros quisimos subir; pero de noche era sumar otra desgracia . Así pasaron las horas alrededor del farol en el mismo centro de la arboleda. Perero, seguido por nosotros, daba vueltas por la periferia mirando cada tronco, afilando el oído. Las mujeres hicieron café y chocolate una y otra vez, como en un velorio, y no cesaban de rezar a cuanto santo iban recordando. Y pasó la noche , y el sol fue trayendo las rojiamarillas novedades de aquel dia. Las lechuzas, atrasadas, se daban golpes contra las palmas en busca de lejanos escondites y los sinsontes ensayaban la fiesta de turno. Entonces, mientras cada cual iba revisando por un punto diferente, despescuezándose ojos arriba, vino un grito largo y rajado, como de bestia moribunda, desde la enorme mata de zapote que marcaba el centro de la arboleda. Corrimos tropezando, cayéndonos cien veces, entre exclamaciones de Ay Dios mío y tu verás ahora, no quiero ni verlo. Allá por entre los astillados rayos de sol, como desde un mundo que flotase sobre nuestro mundo, bajaba Pitusa silenciosa, chorreando sangre y aguas espesas entre las piernas, con la desnudez más dramática que se pueda imaginar, enredada entre el verde y el carmelita. Ya estaba como chupada por los dolores y la tempestad de la furia. Iba descendiendo sin prestar atención. Sus pies buscaban nudos y gajos, su mano izquierda se arqueaba sobre el tronco, que iba engrosándose hacia nosotros. Su mano derecha sostenía un extraño bulto de carne y pelos mojados del que una larga tripilla se desenroscaba hacia las entrepiernas de ella. Lo agarraba por el delgado cuello. No se movía, y me recordó , no se por qué , a aquel chivito muerto que una vez mi abuelo llevaba al descuido hacia el otro lado del poptrero, para alimento de las auras tiñosas. Al fin llegó sobre las hojas secas que cubrían el suelo, tambaleándose como un marinero , que después de meses camina sobre tierra. Fue hacia el rancho sin mirar a nadie , seguida de las mujeres en absoluto silencio.

PASTOR JOSE AGUIAR
2001.

EL AHORCADO

Todos iban subiendo en busca del ahorcado. Una mujer y un hombre del barrio cercano delante, más atrás el policía y el forense, seguidos por otros vecinos y los muchachos, que no daban el cuerpo por miedo a ser espantados. Pero se percibía el retemblar ligero de la tierra, las hojas con su abejeo, el diente de perro inclemente y los túmulos de la basura de años. El trillo empujaba su lengua rojiamarilla entre la baja vegetación, interrumpida por algún caimitillo, uno que otro limonero horro y de vez en vez, un árbol desconocido para aquella peregrinación. Subieron lentamente; las señoras que escoltaban al guardia comentaban sobre quién sería. Sus risitas llevaban el susto de si fuera familia de alguna qué desgracia. Cada una recontaba a sus allegados; pero no encontraban locos acorralados por la justicia o graves infieles, ni traicionados en explosión. Ni cancerosos irreparables, voyeuristas descubiertos in fraganti u homosexuales sufridores por la bronca entre carne y espíritu. Según iban acercándose sus risas se desplegaban y sus miedos les hacían dar brinquitos como ranas viejas. Algunos niños les lanzaban caimitillos verdes, manchándoles los ropones, donde las tetas rebotaban cómodamente aplastando a las hormigas que hurgaban ombligo arriba dando tenaza a uno y otro lado. Pero a ellas todo les parecía como una promesa cumplida, empezaban a darse empujones por los hombros y palmetazos gordos en la barriga, que sonaron como nalgadas e hicieron saltar a un lado al policía, a la vez que miró detrás medio engatillado. El forense se calzaba unos guantes que estallaron entre el dedo grueso y el pulgar porque eran número seis y medio y él usaba el ocho y siguió rompiendo uno a uno los doce pares como los doce meses del año, los doce grados del bachillerato, los doce años que llevaba sin curar a nadie. La pareja delantera escudriñaba una alta cerca de cardón cien metros más allá, a la derecha, con algunos almácigos desangrándose a media tarde, como mujeres recién quemadas por la Inquisición. Pero ella, más pícara, dijo que lo vio hacia la izquierda, por donde el trillo se bifurcaba, que seguiría subiendo entre los guaos y los cabos de hachas bajetones, que allá por donde se dibujaba una gajería gris, repellada contra la catarata de resplandor de julio, le pareció que era. La gente fue separándose; ellos dos ansiosos ante la fama de encontradores de cadáveres perdidos, antes que nadie los buscara. El policía y el forense, cada uno perdiendo vistazos para aparentar que iban a dar alguna voz definitiva y que todos fijos en el aire como en una foto, adorarían sus ciencias. Así iban quedando unos cien pasos detrás, mirando de vez en vez a los amenazadores guaos. Las señoras que sudaban grasa de los puñaditos de azúcar prieta que toda su vida se estuvieron comiendo detrás de las cazuelas, se sentaron unos minutos, limando con sus culos infalibles de madres totales las inmoralidades de un diente de perro al borde del trillo. Una lloviznita agazapada en la montaña les salió al paso y se evaporaba contra las paredes del incendio de la tarde. La muchachería que ya cundió como una invasión de colmenas, se infectaba de guaos y empachaba de caimitos verdes, giraba en torno a ellos, sus ojillos como moscas en todas partes, picando en los tobillos, metiéndose entre la piel y los elásticos de los blumers. Sus trompones repartidos para bajarse unos a otros las cabezas por miedo al policía, sonaban como el caer de mangos maduros durante las rachas de viento. Todos iban subiendo y separándose en busca del ahorcado, que iluminaría la cima de la loma como una rosa increible, que reventara la gajazón de aquellos árboles innominados de corteza cuarteada y hojerío pequeño, parecido al vencedor. Los que iban delante andaban atentos, pero sin mirar atrás. Sus rostros se elevaban resbalando entre llovizna y sol, sus bocas entreabiertas lanzaban espadazos de esmalte. Los ojos crecieron con el avance, sus cachetes relajados, como en un impecable asombro. El policía y el médico se pusieron ramas de albahaca en los bolsillos, cargaron los lapiceros, echaron mano a las agendas, entre cuyas hojas colocaron diagramas corporales y se cagaron en sus madres por no haber traído las máquinas fotografiadoras de muertos lindos. La tarde iba desmelenada hacia el confín y las señoras continuaron viaje habiendo perdido de vista al policía; pero ya no se daban cuenta de ellos. Una se cubrió los ojos, las otras les hundieron los índices en los sobacos, les pelliscaban las tetas y asi se turnaban en una escandalera de asustadas mediotiempos que se comieron las azuquitas prietas de las cocinas ajenas. Los muchachos reventaban las ropas rascándose el guao que les achinaba los ojos y los embembó a todos, que eran una infinita curia de muchachos encabronados. Por no padecer la alegría de tirar piedras, empezaron a pedar por todo aquello pelando el materío. Las señoras pensaron que se trataba de un ahorcado impúdico.
Los que iban a la cabeza fueron sorprendidos por unas manos abiertas, sin edad, que salieron de los matojos pidiéndoles pan y ellos les contestaron que no fueron ese día a la bodega a coger sus cincuenta o setenta gramos inmultiplicables, y que si lo deseaban fueran a sus casas, a mendigo por casa, a robarles las libretas de racionamiento ahora que el policía buscaba ahorcados, y que fueran a las bodegas y de pronto sacaran los gramos mierderos de pan de harina que no se levanta con levadura vieja amarrada con boniatos, y también se llevaran los puñaditos de azúcar prieta, los ocho o diez gramos de arroz importado y por fin, se sentaran a la sombra tranquila de las placitas por si les llegaba un plátano y se perdieran para el carajo entre los miles de quintales invisibles. Y dicho ésto siguieron ya sin asombro sin deseo casi, porque al ahorcado jodedor parece que le daba por mudarse de gajo como pitirre para burlarse de ellos. El hombre le echaba la culpa a ella de que con el susto y la distancia quien sabe si fue un majá lo que vio, o una yagua que acabó de caer. Ella le dijo que por allí no crecieron palmas ni en toda la provincia quedaba bicho con cabeza. El policía y el médico oyeron el corretaje y levantaron el lapicero babeante sobre los talonarios para el primer trazo; pero garraspearon, hicieron un signo negativo con la cabeza y trataron de acercarse a la pareja delantera, que apenas se adivinaba como dos rayitos apuntando al melón rojísimo que se iba hundiendo por el lado de allá de las montañas. Las señoras decidieron hacer una reunión del Comité de Defensa pero les pareció mejor hacerla primero de la Federación de Mujeres y trataron de llamar a los muchachos para que les hicieran un acto pioneril, pero maldito sean que les tiraban piedrecitas y se iban situando entre ellas y el policía tomando confianza. Entonces ellos discutieron que alguien se había ahorcado, porque era un borracho que no trabajaba o trabajaba para emborracharse o no encontró bebida porque los bares están todos cerrados o no sirve para las colas de todos los días esperando la dipirona para la cabeza, el tinidazol para la ameba, la leche de magnesia para desodorante, la cola por si sacan cien pizas de papa, boniato, agua frita, fajarse, empujar las viejas y llevarse una, discutieron que sí, que era un ahorcado retrógrado, poco combativo, que no iba a los trabajos voluntarios para hacer buenos cuentos rectificadores, montar camión, almorzar allá y arrancar más tomates que hierbas, porque nunca fue guajiro. Pero qué se habrá creído, que la gente puede ahorcarse si le da la gana, cuando el agujero de ozono crece como un embudo espantado hacia el sin fín. Ya la pareja delantera se internó en el velo de anochecer; a ella le pareció que el ahorcado se mecía en una rama de roble más allá de una cerca de piedras, muy lejos aún. Pero aquella mancha negra, larga, con dos puntos rojos en la cima, sí; por qué no puede ser el ahorcado. Y se apuraron hasta que la cerca los detuvo, y frente a ellos, casi al alcance de la mano, un gajo desnudo, como un dedo del roble inmemorial que siguió sobre sus cabezas hacia atrás y arriba, se atenuaba sin punta entre las estrellas. En medio del gajo, un nudo de soga, de los que usaron alguna vez los pescadores, el extremo que buscaba la tierra y a tres pies otro lazo, esta vez doble, alrededor del pescuezo del ahorcado, porque aquella mancha más oscura que la noche, larga con dos puntos rojos en la cima y una rajadura salpicada de nácar más abajo, por donde les pareció que emergía una lengua descomunal de todo lo que pudiera haber dicho, sí, porque aquello que sonaba como el viento de la noche, cual latones oliendo a orines viejos, coño, era el ahorcado, porque ya era de noche, porque estaban muy cansados, y la magia de la muerte había quedado aplastada con la imparable magia de un hambre que los hizo mirar atrás y ver que se quedaron completamente solos, perdidos en algún rincón de quién sabe cuántos carnéts de identidad.


PASTOR JOSE AGUIAR

EL PUENTE DE JACAN

Era la mañana cargada de olores de todo tipo. Un vendaval de grillos mantenía el aire muy alto y el sudor se empozaba en el alma desde antes de salir el sol. A esa hora Pepín se espantaba los entumecimientos de la noche. Hinchado a más no poder, el campo de pangola le iba creciendo desde la ventana de la cocina hasta donde los rayos horizontales le partían los ojos. Por allá vio abrirse paso entre destellos el polvo azorado de la guardarraya, y a poco, el jeep del Moro descabezando terrones y dando saltos sobre ellos como un sapo viejo.
Ahora Pepín sintió el agradecimiento a su padre como una lluvia fresca por dentro y se arrellanó un poco más. Iba riéndose solo. El Moro, cuando manejaba no sabía hacer otra cosa. Su perfil cincelado contra el azul brillante de afuera, subía y bajaba con los tirones.
Si la vieja no hubiera tenido que ir a operarse a la Habana con el puerco de Diciembre destripado, no estaría ahora con todas las truchas en la imaginación, como si las estuviera tocando. De pronto el Moro se cagó en su madre y saltó al suelo dando patadas.
_¡Carajo, por apurarme!_
_Qué apuro si vamos a catorce?_
_Venía cogiendo la loma, esa no es velocidad para esta mierda._ Sintió todo perdido. Aquella ‘cafetera’ se estremeció aún con el motor apagado como si fuera a perderse mundo arriba, desvistiéndose de todos los hierros como su manera de reírseles en la cara. Si no fuera por el tractorcito de Bernardo que les pasó de la loma, creo que no hubieran crecido. Eran las diez, las truchas estarían despiertas resbalando por un agua descansada y levantando piedras para comerse todas las cosas vivas de la laguna. Ya le atontaban los oídos el jolgorio de los sinsontes, los pitirres espantando a las tiñosas tan grandes que daba pena; y esos sabaneros que lo dejaban acercar, como si fueran a dejarse coger con la mano y después echaban a correr con un apuro extraordinario, con tanta indecisión para volar que Pepín aflojaba por lástima. Los ojos nudosos del Moro se agarraban cien varas delante de los almácigos para impulsar el jeep, a cada rato metía unos ronquidos que lo levantaban en peso, diciendo al final, asustado de sí mismo:
_¡Este catarro!_
Se puso a revolver las lombrices, una de ellas alcanzó el borde de la lata y saltó al rollo de polvo que huía hacia atrás. Cualquiera a pie los hubiera adelantado fácilmente.
_¡Cuidado que viene el puente!_
Ahora se fue contra el parabrisas para ver los tablones renegridos y separados unos de otros, con un hueco lleno de yerbajos y uñas de gato que no dejaban ver el agua. Al lado de allá dejarían el camino y saltando sobre los terrones atravesarían todo el potrero de Ambrosio Mental para alcanzar el hoyo hondo y arrancarle el peje muerto de hambre.
Las gomas delanteras astillaron el primer tablón, Pepín se sujetó de la puerta. El Moro aceleró como nunca para salvar los lomos de madera de una vez; pero algo pasó en el corazón podrido del puente y lo primero que oyeron fue un partirse de leñas como estampida y vieron por el parabrisas un bando de codornices que salían a más no poder hacia donde se calentaba la Luna Nueva. Ya lo demás fue sustituído por un hueco en los pechos parecido al miedo. Después el agua partió los cristales y les llenó la boca. Pepín se salió por la ventanilla, los guajacones le escarbaban los oídos buscando lombrices. Forcejeó contra las raíces del fondo y las uñas de gato le arrancaron la carne. Abrió los ojos y vio menos. No le quedaba otra cosa que morir y a su edad ese pensamiento nunca llega. Arrastrado por la corriente y a la vez hacia arriba como si fuera a llegar al cielo por dentro del agua. Tuvo ganas de respirar y se tragó los guajacones sin poder toser. Casi imperceptiblemente fue aliviándose de todo, resbalaba suavemente por las cosas y el hueco del pecho se le llenó de vuelos de pájaros. Ahora no supo qué hacer, tenía unos deseos de reir sin precisar de qué. Y hasta de eso se fue olvidando. Sintió sueño. Iba a quedarse dormido. Y pensar que el Moro ya estaría echando los primeros anzuelos.

PASTOR JOSE AGUIAR

LA GALLINA JABADA

La gallina jabada soltaba su cacareo entre la arboleda y la caseta de los instrumentos de labranza. Un poco detrás y a la izquierda, cuatro jaulones en fila, con la puerta de tela metálica de huecos suficientemente grandes como para dejar pasar a los pollitos y no a la madre. Tres de ellos ocupados. Desde el corazón de la arboleda cundida de cafetos en flor, llegaban pedazos rebotantes de la gritería de las puercas paridas. Al borde del camino que limita a la matería de frutales por un lado, y al potrerillo por el otro, los bueyes cebúes recién desenyugados, rumiaban impasibles, con los ojos anegados por la circular profundidad de la fuerza. Celedonio se volvió, como si hubiera oído una palmada, hacia la casa de guano, donde la vieja era una manchita ondulando contra la batea. Estaba muy lejos para gritar ayuda y suponiendo que lo oyera, poco podría la vieja con su rosario de coyonturas artríticas contra la insultante carrera de las gallinas por entre los yerbajos. Por hacer algo, tiró el sombrero hacia adentro de la caseta y el animal aleteó unos pasos hasta quedar cuatro varas delante de la puerta hambrienta de la jaula. Las otras madres parecían pintadas en los espejos humeantes de la hora . Sólo el cacareo rencoroso de la jabada desalojaba los hormigueros cercanos y desmelenaba a los puercos. Celedonio sacó unos granos de maiz del bolsillo derecho , hundió los dedos gordos en el fanguillo del lloviznazo de ayer y lanzó los cebos por encima de sus plumas , regándolos justo dentro de la jaula vacía. La jabada picoteó los dos más cercanos sin mucho entusiasmo, mirando en redondo como si segara medio mundo entre un tragonazo y otro. El se inclinó un tanto hacia adelante y hacia la yerba fina, a la vez que abriendo los brazos, empujaba a la rota luz sobre la jaula. El animal lo supo sin verlo y se corrió hacia los otros granos, casi al borde de su encierro. Celedonio se apuró y ella resbaló frente a sus vecinos, yéndose por el fondo de la caseta, sobre el gran tronco de una varía, que meses atrás tiraran para serrar. Celedonio, olvidando sus cincuenta y seis años , pasó por el frente, rodeó por la derecha y empujó por acá, paso a paso , con estudiados amagos y suaves pito-pito hasta frente al despreciado jaulón. Y así, por uno u otro ángulo, fue repitiendo aquel ritual, hasta que el sol comenzó a pesarle a la otra mitad del mundo. Allí en la casa, la manchita de la vieja había mudado de color y unas nubes engordaban a escondidas detrás de la arboleda cundida de cafetos en flor y matojos secos que él había cortado una semana atrás. La jabada, como una maraca de cacareos, retemblaba ante los ojos de Celedonio, que se sintió impotente por unos segundos. De chiquillo no le hubiera pasado esto, uno deja habilidades por la vida como deyecciones. Se vio volando agachado, sorteando matojos y cañaverales hasta coger los pollos cansados y no hubo animal que le aguantara su testarudez, ni el martilleo inagotable de sus talones acortandoles la fuga. Total, a veces para agarrar la gallina, meterle el dedo en el culo hirviente y saber si tenía huevos en el directo. Otras, los siguió sigilosamente hasta el nido, que él marcaba con un nudo en las hojas de la caña de ese surco o con algún cuje de bandera. Ahora no se imaginaba, con cientochenta libras haciendo aquellas cosas; pero sintió deseos, y deseos también de llorar, y rabia después, cuando la gallina se empezó a subir de nuevo sobre la varía mutilada. Entonces supo que no podría encerrarla, y ello era insoportable. Luego, cuando el viejo le preguntara a prima noche si aseguró la cría que le regalara esa misma mañana, pues a cerrar los ojos y morder la lengua, oyéndolo carraspear.
_ Serás muy médico hijo, pero te me has vuelto un mierda en estas cosas_.
Sin saber cuándo, ya estaba correteando tras la jabada, que volando los espartillos, culebreaba entre los primeros cafetos, enredándose momentáneamente en unos arbustos cortados cuando la limpieza. Casi la tocó al lanzarse como a robar la segunda base; pero los cacareazos embarrados de plumas se le metieron por la boca haciéndole toser. Ya apretaría las escamas de aquellas patas hasta hacerlas crujir, ya le iba a sacar los huevos blandos por su culo de nylon como se exprime un tubo de pasta dental. El azote de la gajazón rastrera lo impulsaba , a pesar de que la lengua se le cuarteaba contra el aire , de que un filo reseco le estrechaba los pulmones . Enganchaba los dedos gordos como garfios en las honduras mojadas por el último aguacero buscando impulso, y soñaba que agarrándose de las malvas blancas y los troncos que lo rodeaban, podía hacer palanca para impulsarse más y más, hasta arrollar a la gallina, dejándola chiquita y ensangrentada, mientras él tomaba altura quemando el peso de su cuerpo en el revés del día. Para su júbilo, vio que la gallina llevaba las alas abiertas y caídas, desmadejadas por el fogaje, que apenas soltaba astillas de cacareazos y que iba arreando poco a poco el triunfante velamen de su cresta . Era cosa de estirarse en otro empuje, alargar la mano por delante de su sombra y retenerla por el rabo. Empezó a hacerlo, realmente lo iba haciendo muy bien, el envión era perfecto, la inclinación del cuerpo, ideal. La sombra del aguacate lo escudriñaba prestándole silencios. Y tuvo que enredársele el pie derecho en un bejuco, haciendo el efecto de arco que dispara. Días antes, él mismo ayudó al viejo a desmalezar la arboleda. Machetearon los arbustos inservibles, quedando la tronconera como velas apagadas, algunos cortados de chanfle, con la punta muy aguzada. Y sobre uno de éstos se precipitó su abdomen. Le entró por debajo del ombligo. Sintió una resistencia dolorosa inicial, después todo fácil, lubricado, inmedible. El extremo del tronco de aroma chocó contra una vértebra dorsal, la desplazó desgarrando ligamentos y medula y salió brillando rojas humedades por su espalda. Asi quedó la persecución fijada como una fotografia. Y con rabia vio que la gallina, saliendo por el otro extremo de la arboleda, como rodando, se abalanzaba sobre el cañaveral.
El sol cayó resbalando detrás de la casita de guano, donde ya no pudo ver la mancha de la vieja , porque los cafetos se repartieron el paisaje por aquel lado. Las nubes cebadas rodaban viento abajo y una polvareda más roja que su sangre lo estaba borrando todo . Esperó unos segundos seguro de despertar, como en cada una de sus muertes. Despertar trémulo, sudado, pero contento y poderoso . Mientras, pudo ver sus manos como queriendo escapar del cuerpo, allá adelante, crispadas sobre las hojas y las piedrecillas blancas. No quiso mirar detrás, tuvo la sensación de que el cuerpo le empezaba en la herida. Vio llegar dos puerquitos de cuarenta días y tuvo que cerrar los ojos, pues le mordisqueaban la nariz y las pestañas, hasta que los espantó con un grito largo, desgarrante. El alarido alucinado de saber que se estaba muriendo en una maldita hora en que no dormía.

PASTOR JOSE AGUIAR
1992.

RABO DE NUBE

Aquella mitad de mundo que le quedaba en frente estaba limpia, como para freír huevos y dolía en los ojos.
La harina caliente lo repletó, pesándole en el fondo del estómago como una piedra, halando los párpados a su vez. El piso del portal, sin embargo, estaba fresco y la brisita ligera, que llegaba desde la arboleda del batey, lo tumbaba a la larga en el lento y hondo sueño de los mediodías. Una cerca de tres pelos de alambre rodeaba la casa de tablas y techo de guano donde los postes de zarzafrá, árbolvestido y almácigo enraizaban y lanzaban arriba nuevos postes. A pocos pasos de la cerca, el callejón que atravesaba al batey se perdía más allá entre los cañaverales. Unos bueyes rumiaban debajo de la guira donde antes hubo una casa.
En estos días de agosto reposaba el almuerzo hasta eso de las dos y media. Pero al Moro no le importaba el tiempo. Lo habían levantado a las cinco para ayudar en el ordeño, después mudar los animales, la comida de los puercos, y a las ocho caminar hasta la escuela en el batey del mangal. Unos tres cuartos de hora. Esa tarde regresó cansado, por el camino jugaron, echando parejas a ver quién corría más; y tan pronto se comió la harina fue al portal hasta que lo llamaron para guataquear los plátanos. Tan pesado era el bochorno que la gente esperó hasta las tres. Los enjuagues de boca se oyeron por la puerta de la cocina, el apretarse las polainas, algunas frases malhumoradas y los encargos para las mujeres. Al Moro lo llamaba su abuelo que pasaba de los setenta. Cuando se asomó al portal y lo vio roncando boca arriba se sonrió y dio unos pasos hasta el jardincillo. Repentinamente el sol se había escondido, unos celajes se desprendieron de las nubes que crecían por el poniente y ensombrecían la tarde. La nube, aún lejana, se fue abultando hacia arriba como un gran hongo, después se adelantó hacia el batey y en su borde anterior grisnegro, el viento la desmenuzaba y los pedazos avanzaban más de prisa ocultando el sol.
_ Se está poniendo fea la tarde_ dijo el viejo a media voz, rascándose la calva con la misma mano que sujetaba el sombrero de yarey.
El Moro, lagañoso se acercaba para mirar también.
_ Creo que se jodió la guataquea, hay que esperar a ver si pasa la refregoná_.
Entonces sobrevolaron todos los pájaros. Primeros las auras planeando muy altas, casi mojándose en las nubes, después tomando la delantera, palomas, pitirres, totíes y cuanta cosa vuela. El primer viento llegó arrollando hacia atrás la brisita de la arboleda y con él trajo rodando por el callejón latas vacías, hojas, pedazos de papel y mucho polvo rojizo que se fue levantando sobre las casas hasta cegarlos. El abuelo se encasquetó el sombrero hasta los ojos mientras el Moro se agazapaba detrás de su cuerpo nudoso. Cuando no quedó polvo ni basuras en el batey el viento limpio batió las ramas haciendo ruido en las cobijas.
El abuelo se despescuezaba revisando la nube, cuyo borde delantero ya empezaba a cubrir la arboleda. Así fue que vio el rabo de nube bajando como un brazo gigantesco y delgado, agitándose un poco en la punta aguzada; a veces deshilachándose, amenanzando recogerse sobre sí mismo; pero más tarde, descolgándose a tirones hacia los cañaverales cercanos. En su base, allá en la nube, se iba haciendo más y más grueso y negro.
_¡ Corre y tráeme el hacha y las tijeras, anda carajo!_
El Moro se lanzó a la cocina, se oyó pelear con la vieja que no quería soltar la tijera, en la otra mano el hacha que arañaba el piso del portal; no había un segundo que perder. El viejo apartó unas piedras del extremo del jardín, trazó una cruz con el hacha y se apartó un poco.
_ Arriba, ven acá, que tú eres el único que puedes cortar el rabo de nube_
El Moro tomó el hacha con ambas manos, volvió a dar un pase con el filo sobre la cruz que apuntaba a la nube, y alzándolo en medio vuelo sobre su cabeza, la impulsó clavándola justo donde se cruzaban las dos rayas. Así respiró aliviado confiando en su poder. Algo grande sentía en tales momentos, como si los elementos estuvieran a su merced, como si pudiera mover al mundo con mirarlo. Varios años antes se lo dijo el abuelo, aquella vez en que cortó a la manga de viento con el machete, siendo aún muy chico. Abuelo le había ayudado envolviendo sus manitas con las suyas sobre el mango del machete. Aquella vez le dijo:
_Tienes la suerte de ser primerizo_ Y le explicó que el hijo mayor tiene el poder de cortar rabos de nubes, mangas de viento y aplacar a las tormentas con rezos.
El viento pareció aquietarse, pero se oían como si en el cielo rodaran enormes baúles. A veces parecía que el rabo se acortara engrosándose un poco, pero se estiraba de nuevo, ya era tan largo que parecía tocar las cañas del lado de allá de la arboleda.
El viejo le pasó las tijeras al Moro que empezó a cortar apuntando hacia allá, moviendo siempre en cruz sus manos, mirando fijamente al remolino que bajaba, seguro de poder pararlo. Diríase que le gustaba dejarlo casi tocar la tierra, para después, furioso como Zeus, lanzarle un tajo, un insulto y volverlo polvo azul. Así soñaba en medio de la tarde cuando la tía Angela pasó a la carrera hacia su casa gritando:
_¡ Qué Dios nos proteja, va a partirnos por el medio!_
De pronto el Moro se vió sin tijeras y sintió que lo arrastraban hacia la culata de la casa. Las puertas sonaron cerrándose, los clavos chirriaron al pasar por los orificios de los parales y los tres se detuvieron debajo del alero por detrás de la casa, mirando al rabo de nube que ya tocaba el cañaveral a cinco cordeles escasos de la arboleda. Se oyó como pitar la locomotora en la lejanía sobre un ruido sordo que lo estremecía todo. Allí dentro del batey la calma era total. Las hojas colgaban de las ramas sin el mínimo temblor. Entonces vieron la paja de caña subir girando. Los bueyes empezaron a darse vuelta halando las estacas para soltarse. Pero estaban muy hondas, y se viraron de culo al remolino que ya abarcaba cuatro cordeles de lado a lado. La tarde era oscura como cuando va a anochecer y faltaba el aire. Las gallinas habían corrido para subir a las matas, y se oyeron a los puercos gruñir por allá, detrás de los matojos.
Ahora la tromba salió del cañaveral donde dejó una franja en la tierra viva. Al llegar al cuero de buey, antes de la arboleda, giró con más fuerza, bufó arrancando los pequeños tallos, alzando las piedras, demoliendo los terrones y lanzándolo todo en espiral hacia arriba, muy alto, perdiéndose en la nube que parecía bajar más y más. El abuelo temblaba, la vieja no quería mirar mucho aquello y de hito en hito se estrujaba el delantal. El Moro era todo ojos, estaba hechizado ante la fuerza. Por allá torcía los gajos del caimito de la esquina como si fueran pelusas y después arrancó de cuajo el enorme tronco con raíces de veinte varas de largo, lo elevó, y lo arrojó dando tumbos un poco más adelante. En aquel momento al Moro le pareció que empezaba a desarrollar toda su fuerza pues agrandaba el paso, se ennegrecía y llenaba todo su cono de tierra roja y pedazos de matas, cañas, piedras y animales desnucados. Tras de sí iba dejando aquellos despojos regados por toda la sitiería. La gente había corrido al otro lado del batey, por casa de tía Angela, que ahora le gritaba al abuelo para que se les uniera. Pero nada se oía y el viejo estaba a punto de caer paralizado. El Moro no se percataba del peligro ni de sí mismo, se quiso mover al centro del patio para ver mejor y la vieja le torció la oreja. Pero no perdió un detalle. Un bandazo de viento había juntado a los dos bueyes que rodaron patas arriba mujiendo desgarradoramente. Las estacas se desclavaron y los animales saltaron como pelotas hasta elevarse girando en el espiral que se estrechaba y más arriba se ensanchaba de nuevo. Igualmente la guira y bibijaguero, donde hace muchos años había vivido gente fueron borrados. Al Moro le pareció oír los gritos de los bueyes cayendo a pedazos sobre el techo de la casa. El frente del torbellino arañaba el callejón. Pudo ver detrás y hacia lo que quedaba de arboleda un ancho y profundo surco salpicado de mil cosas. Después del callejón estaban ellos, primero sintieron que eran rechazados contra la pared, atraídos hacia el remolino. Ya el polvo empezaba a cegarlos. El abuelo gritó algo y se movió por primera vez, la vieja lo siguió pero en la baraúnda de los primeros golpes de viento el Moro se les fue de entre las manos. Se había movido en el sentido opuesto, un poco fuera de la casa para ver cómo el holcón del portal que daba al callejón se arqueaba, el techo se despegaba por allí y la casa crujía en un hervidero de chirridos. Primero resistió, el viento la lamió en redondo, le alisó las junturas, arrancó el caballete y la canal y entonces se coló por el hueco del techo. En ese momento el Moro oyó una gran explosión sobre el ruido de la tormenta. En lugar de la casa sólo vió el durmiente liso y nada más. Quiso agarrarse de las malvas blancas pero le resbalaron en las manos, por último se abrazó a la batea de cemento que aún tenía un poco de agua oliendo a jabonadura. Entonces se sintió ligero, como una pluma de gallina en el aire, tragando polvo y hojas secas. Cerró los ojos y sintió el golpe. No dolía más bien estaba muy mareado y soñaba. Pujó para gritar pero la presión de afuera le hizo tragar el grito con tierra y bibijaguas. Fue cuando se soltó como un trapo y no supo más, la última sensación había sido con la masa fofa de los bueyes. La gente que ahora se agitaba llorando a gritos en el alero de la casa de Angelita, al otro lado, vieron como la tromba silvó interminablemente, se afinó como un lápiz en su punta, y se fue despegando del suelo, elevándose sobre la cerca de árbolvestidos al fondo del batey y tras de sí se desplomaban sobre la tierra pelada gajos partidos, gallinas y pájaros y más allá, al otro lado de la cerca uno de los bueyes rebotó descoyuntado. Todo pasaba muy rápido.
Después del lindero había un cañaveral, y más allá, a unos quince cordeles el potrero de los Calderines con su laguna donde la gente pescaba los domingos y días de temporal. Exactamente después del cañaveral el rabo de nube empezó a bajar como un enorme dedo. Estaba muy oscuro. Giró sobre la laguna y según bajaba, casi tocándola, caían sobre el agua muebles rotos, paja de caña, caimitos verdes, vestidos ripeados y un cuerpo de muchacho desnudo, rojo de tierra que sonó como un planazo sobre el agua y se hundió entre las malanguetas cercanas a la orilla. Al fin, la punta del rabo de nube tocó agua y comenzó a aspirarla. Toda la laguna salió hacia arriba.
El Moro había vuelto en sí al choque frío, pero al abrir la boca buscando aire limpio tragó el agua llena de gusarapos espantados. Lo que hizo fue agarrarse de las raíces del fondo mientras el agua se iba al cielo y las truchas y biajacas, como maná, cubrían el potrero, sacudiéndose los rojizos resplandores del sol que comenzaba a asomar por donde la nube se había rasgado. Sentado, asomó la cabeza entre un rollo de malanguetas cañas y linos. El Moro estaba viendo por primera vez en su vida el fondo repelado de la laguna en el que tantos misterios pensó que se escondían.

PASTOR JOSE AGUIAR

LOS POLLOS

No vayan a preguntar por qué lo hice. Esta pregunta es mucho más tonta que yo. Mejor, por qué lo cuento. Y les diría que por la simple y cabrona necesidad de hacerlo. Puede que sea esta mañana cristalina y caliente que enfrento yo solo en un parque del vecindario. No soy boxeador, ni ajedrecista, ni navegante que descubriera nuevas ínsulas. Me haría muy feliz cantar ópera, pero cuando abro la boca y pujo, tal parece que mi ano ha cambiado de lugar. No maltrato instrumentos, ni siquiera soy campeón de pulseadas en el barrio ni aquel que se echa un saco de 16 arrobas de azúcar debajo de cada brazo y anda veinte o treinta varas del camión al almacén. A mí la gente no me ve comiéndome cuarenta huevos de avestruz ni tomándome un vaso de leche de ornitorrinco. Para colmo muy pocas mujeres insensatas se atreven conmigo. Entonces escribo, con la razón insólita que falta a todas las otras razones.
Pero en fin, ya he matado el cuento con tanta bazofia en su inicio, que debieron ser para sus garras. Pero si alguien ha logrado llegar a este punto certifico que me ha pasado lo siguiente: se trata de los pollos. Vivo en una pequeña casa hacia el norte de la ciudad, en la periferia, cerca de los marabuzales. Un patiecito de unos veinte metros de fondo la rodea por tres de sus lados, cercado con cañabrava, dejándole abierta una entrada pegada a la pared. Allí he logrado dos matas de guayabines rojos, más semilla que carne, y un guanábano que se hizo todo tronco hasta cien varas al cielo con cuatro o cinco gajillos jorros que dan unas flores enormes, amarillas y con peste a zicote.
Por la situación del patio, respecto a la mole de la casa, allí la mañana empieza cerca del mediodía, y el sol se olvida de ponerse muchas veces, enroscándose en los rincones. Todo armonizaba perfectamente con mis días de pesca en los canales a tiro de bicicleta; la repartición de truchas tiesas al oscurecer, a dos pesos cada una para clientes fijos.
Hasta que se me llenó el patio de pollos. Eran esos pollos amarillo mostaza, todos por encima de la libra de peso, funcionando en un sincronismo increíble, un hambre insaciable y un raro vocerío que como andanadas de lamentos de mujer artrítica sonaba a intervalos, cuando no comían o lanzaban pequeños huevecillos turbios en todas direcciones, que más tarde le servirían de alimento.
En realidad, había pensado comenzar la historia con una larga indagación sobre los posibles motivos de la aparición de estas aves en mi patio, aquella tarde de abril, exactamente a la hora que se vieron urgidos de buscar dormitorio por los gajos de las guayabas y los bordes de las cercas, mientras otro grupo, una y otra vez, se apilaba contra el tronco del guanábano tratando de escalarlo hasta algún saliente cómodo.
Mi primer impulso fue de calificarlos de intrusos en propiedad ajena y fui derecho a la escoba. Pero viéndolos bien, mudé de gesto y me acerqué al grueso de la tropa. Si bien no hallaba otro calificativo que pollos, de pronto me vi riéndome a solas e inclinándome un poco para ver cada detalle. Los más grandes bien rebasaban las diez libras y todos encajaban en la sombrilla del amarillo. De lomos redondeados y cortos, sin cola alguna, repartiendo cagada verdiblanca por doquiera. Eran de largo cuello, como de cisne, sí, elegante y rematado con una cabeza casi redonda, de cresta trilobulada, blanca como la leche y a cada lado unos ojos con largas pestañas de mujer, lustrosas y negras. Cada ojo se movía en diferentes direcciones sin relación alguna con el otro. Un pequeño moco de guanajo sobre la nariz y un insólito hocipico de pollo-ratón que no hallo forma de describir. Vestían un gozoso plumero, largo, sedoso, fino casi como cabellos y de todo aquello brotaba un fuerte olor a marisco. No me atreví a avanzar más, y entonces me fijé en sus patas espectaculares, tan gruesas, escamadas en rojo con las rodillas hacia adelante como en los hombres y todos los que detalle eran cinqueños, con membranas interdigitales como los patos.
Allí me quedé varado, cual un tronco al borde del patio y fui, después de larga meditación, retirándome hacia la butaca del portalito donde, hasta muy tarde fui dando cuerpo a lo que hoy día es mi tratado sobre la funcionalidad comparada de distintos modelos de rodillas de pollo y el papel de la selección natural en la escogencia del mismo. Esta obra junto con el proyecto del aparato para tomarse el agua de los cocos sin tener que subir a la palma o tumbar la fruta y la reciente indagación sobre tres maneras de enlatar el guarapo de caña sin que pierda su frescura, cerró la trilogía que amenaza con hacerme millonario cuando más anhelo la tranquilidad de mis truchas.
Pero sin disgregarme más, esa noche apenas dormí imaginando el patio hirviendo con aquella abundancia. Y cuando alrededor de las diez de la mañana, mordisqueando aún mi ración de trucha en escabeche, me acerqué en puntas de pie al lugar, ya la pollería insaciable se había comido todos los garbancillos, cuanta piedra merodeaba por el suelo, los comejenes que deterioraban las cañabravas, las lombrices de tierra del lado de la toma de agua y hasta toda la mierda de ellos mismos. Para colmo se empecinaban en tragarse la tierra cercana al guanábano, descubriéndole unas raíces carnosas como enormes yucas, que picoteaban insistentemente.
En un gesto de defensa involuntaria, recogí un pedruzco en las afueras del cercado y lo lancé en suave parábola sobre el grueso de los animales. De pronto todos dejaron de comer, se estiraron hacia arriba, miraron en derredor asombrados y al verme en el portón comenzaron una interminable gritería de furia y reproche. En aquel momento, un avión pasó rasante, sobre nosotros, con gran estridencia. Brillaba a la luz tempranera como un gran huso de plata, casi como una trucha enfilando al techo del mundo. Entonces los pollos se arremolinaron, sus cuellos ondularon como serpientes buscando hacia arriba, sus alas de desplegaron y desdoblaron en una gran aparición de vuelo y empezaron a despegar torpemente, con un ajetreo que parecía aplausos rozando el borde superior de la cerca y subiendo cada cual más rápidamente detrás de la nave aérea que ya trasponía el otro extremo de la ciudad.
Un solo pollo enorme, viejo, que hasta entonces no había diferenciado, se acercó a mí con una ligera arritmia en su lento andar y el ala derecha sangrante y quebrada por el guijarro que le lancé minutos antes. Se me acercaba con la expresión de una mujer anciana, más de compasión que de reproche, más de amor que de condena. Llegó junto a mis pies, me miró directamente, ahora con gesto de ligera impaciencia, y después me señaló el ala herida.

PASTOR JOSE AGUIAR

EL AVION

La idea del avión surgió hace veinte años. La ilusión del tiempo me hace pensar que fue unísona del Moro y mía, nos vino tan a la medida. Allí encontraba cauce el fuego que nos ardía la carne crecedora. Un gran avión para remontar las nubes y aterrizar en ellas como en la espuma, mirar al mundo desde un poco más arriba de nuestro mundito campesino de diez cordeles a la redonda.
Cómo serían las ciudades, si tendrían color del libro que Cesario, el único pariente de La Habana, me regaló hace unos meses. Al cielo llevaríamos nuestras lombrices y la riqueza de imaginación para olvidar entonces la pobreza.
La obra marchaba al instante. El Moro robó clavos a su tacaña abuela y con palos de guamá armamos el gran esqueleto de diez varas de largo con alas de cinco. Así lo izamos al techo de la casa de carretas, halando con una soga por el otro lado y amarrando finalmente al caballete. Subimos yaguas y lo forramos sujetando cada plancha con ariques. Encima, entre las alas, dejamos un hueco para dos personas, con un tabloncillo de fondo y el timón en el frente, a la izquierda. Abuela algunas veces se asomó por allí con aire agresivo, y llanto costó que no echara el futuro del espacio en la hervidura. Creo que nunca imaginó lo que iba a pasar.
Por suerte el día que lo terminamos no vino nadie. El Moro llevó un cartucho de mangos para la gran travesía ya que Rivero nos juró, por sus cinco hijos muertos de hambre en el gobierno anterior, que en las nubes no habían truchas, y aunque esto nos desilusionó un poco, aseguró que unos pájaros de sombra grande que eran todo pechugas, podían caer de más arriba sobre nosotros y comerlos así, porque no tenían plumas y eran dulzones como cuando a uno le cae una guasasa en la boca. Eso también lo dijo Rivero, tan seguro como cuando la muerte de mi padre. Quién sabe si algunas de las estrellas más bajas podíamos agarrarlas, sino quemaban.
Aunque al Moro lo impresionó Lázaro, un muchacho de extraña sabiduría, todo por leer libros para personas mayores. Contó Lázaro que si el viento nos cogía por debajo del avión y era mucha la subida, se acababa el aire de respirar y llegaba un ciclón repleto de pedradas que mataba todo lo vivo. Sin verse venir, porque la oscuridad de las noches que quedaban al mundo estaba allí guardada. El ánimo del Moro decayó mucho. Lázaro lo miró con ojos relumbrantes a la mitad de su frente y lo llenó de escalofríos. No importa, si él no iba, me ayudaba hasta el final; aunque era mejor montar la chiva y quedarse debajo. No me dolió mucho aquello. Quedaba mi embullo, estaba decidido.
En esa edad no admitía el concepto de la muerte como algo verdadero. Mi padre se llevó todas las muertes un año antes y me dejó una dolorosa sensación de eternidad, llena de fantasmas en el sueño. Así que el avión mediría el infinito. Dije entonces al Moro que si me alcanzaba la noche llegando a la luna le tiraba una piedra contra el techo de su cuarto.
Sería media tarde, el Moro al fin y al cabo con lágrimas llenas de peces se quedó mirándome escalar el lomo de guano de la casa y hundirme en la cabina hasta los hombros, después vio salir la mano armada de cuchillo y escuchó el ric rac del picar la soga, se asustó un poco cuando los hilos iban estallando y el avión se bamboleó amenazando el suelo; pero no podía ser; cerró los ojos y lo tuvo ya seguro volando entre las nubes y cuando los abriera ya estaría como una garza allí, sin ver mi mano, ahora, diciendo adiós. Lloraba de nuevo con envidia y más miedo. Prefería estar, sin saber el tiempo transcurrido, posiblemente yo habría subido al techo del mundo y traído a tierra pájaros de aquellos que no imaginaban si la luz del día los borraba, y estrellas apagadas, rarezas de planetas y de los grandes vacíos que el cielo tenía. Sabría cuidarme de las piedras que trae el gran viento del espacio cuando ya no hay aire de respirar, para que no me arrancaran el sentido, llenaran el avión y con su peso nos pegara contra la realidad.

PASTOR JOSE AGUIAR