Saturday, April 23, 2005

LA GALLINA JABADA

La gallina jabada soltaba su cacareo entre la arboleda y la caseta de los instrumentos de labranza. Un poco detrás y a la izquierda, cuatro jaulones en fila, con la puerta de tela metálica de huecos suficientemente grandes como para dejar pasar a los pollitos y no a la madre. Tres de ellos ocupados. Desde el corazón de la arboleda cundida de cafetos en flor, llegaban pedazos rebotantes de la gritería de las puercas paridas. Al borde del camino que limita a la matería de frutales por un lado, y al potrerillo por el otro, los bueyes cebúes recién desenyugados, rumiaban impasibles, con los ojos anegados por la circular profundidad de la fuerza. Celedonio se volvió, como si hubiera oído una palmada, hacia la casa de guano, donde la vieja era una manchita ondulando contra la batea. Estaba muy lejos para gritar ayuda y suponiendo que lo oyera, poco podría la vieja con su rosario de coyonturas artríticas contra la insultante carrera de las gallinas por entre los yerbajos. Por hacer algo, tiró el sombrero hacia adentro de la caseta y el animal aleteó unos pasos hasta quedar cuatro varas delante de la puerta hambrienta de la jaula. Las otras madres parecían pintadas en los espejos humeantes de la hora . Sólo el cacareo rencoroso de la jabada desalojaba los hormigueros cercanos y desmelenaba a los puercos. Celedonio sacó unos granos de maiz del bolsillo derecho , hundió los dedos gordos en el fanguillo del lloviznazo de ayer y lanzó los cebos por encima de sus plumas , regándolos justo dentro de la jaula vacía. La jabada picoteó los dos más cercanos sin mucho entusiasmo, mirando en redondo como si segara medio mundo entre un tragonazo y otro. El se inclinó un tanto hacia adelante y hacia la yerba fina, a la vez que abriendo los brazos, empujaba a la rota luz sobre la jaula. El animal lo supo sin verlo y se corrió hacia los otros granos, casi al borde de su encierro. Celedonio se apuró y ella resbaló frente a sus vecinos, yéndose por el fondo de la caseta, sobre el gran tronco de una varía, que meses atrás tiraran para serrar. Celedonio, olvidando sus cincuenta y seis años , pasó por el frente, rodeó por la derecha y empujó por acá, paso a paso , con estudiados amagos y suaves pito-pito hasta frente al despreciado jaulón. Y así, por uno u otro ángulo, fue repitiendo aquel ritual, hasta que el sol comenzó a pesarle a la otra mitad del mundo. Allí en la casa, la manchita de la vieja había mudado de color y unas nubes engordaban a escondidas detrás de la arboleda cundida de cafetos en flor y matojos secos que él había cortado una semana atrás. La jabada, como una maraca de cacareos, retemblaba ante los ojos de Celedonio, que se sintió impotente por unos segundos. De chiquillo no le hubiera pasado esto, uno deja habilidades por la vida como deyecciones. Se vio volando agachado, sorteando matojos y cañaverales hasta coger los pollos cansados y no hubo animal que le aguantara su testarudez, ni el martilleo inagotable de sus talones acortandoles la fuga. Total, a veces para agarrar la gallina, meterle el dedo en el culo hirviente y saber si tenía huevos en el directo. Otras, los siguió sigilosamente hasta el nido, que él marcaba con un nudo en las hojas de la caña de ese surco o con algún cuje de bandera. Ahora no se imaginaba, con cientochenta libras haciendo aquellas cosas; pero sintió deseos, y deseos también de llorar, y rabia después, cuando la gallina se empezó a subir de nuevo sobre la varía mutilada. Entonces supo que no podría encerrarla, y ello era insoportable. Luego, cuando el viejo le preguntara a prima noche si aseguró la cría que le regalara esa misma mañana, pues a cerrar los ojos y morder la lengua, oyéndolo carraspear.
_ Serás muy médico hijo, pero te me has vuelto un mierda en estas cosas_.
Sin saber cuándo, ya estaba correteando tras la jabada, que volando los espartillos, culebreaba entre los primeros cafetos, enredándose momentáneamente en unos arbustos cortados cuando la limpieza. Casi la tocó al lanzarse como a robar la segunda base; pero los cacareazos embarrados de plumas se le metieron por la boca haciéndole toser. Ya apretaría las escamas de aquellas patas hasta hacerlas crujir, ya le iba a sacar los huevos blandos por su culo de nylon como se exprime un tubo de pasta dental. El azote de la gajazón rastrera lo impulsaba , a pesar de que la lengua se le cuarteaba contra el aire , de que un filo reseco le estrechaba los pulmones . Enganchaba los dedos gordos como garfios en las honduras mojadas por el último aguacero buscando impulso, y soñaba que agarrándose de las malvas blancas y los troncos que lo rodeaban, podía hacer palanca para impulsarse más y más, hasta arrollar a la gallina, dejándola chiquita y ensangrentada, mientras él tomaba altura quemando el peso de su cuerpo en el revés del día. Para su júbilo, vio que la gallina llevaba las alas abiertas y caídas, desmadejadas por el fogaje, que apenas soltaba astillas de cacareazos y que iba arreando poco a poco el triunfante velamen de su cresta . Era cosa de estirarse en otro empuje, alargar la mano por delante de su sombra y retenerla por el rabo. Empezó a hacerlo, realmente lo iba haciendo muy bien, el envión era perfecto, la inclinación del cuerpo, ideal. La sombra del aguacate lo escudriñaba prestándole silencios. Y tuvo que enredársele el pie derecho en un bejuco, haciendo el efecto de arco que dispara. Días antes, él mismo ayudó al viejo a desmalezar la arboleda. Machetearon los arbustos inservibles, quedando la tronconera como velas apagadas, algunos cortados de chanfle, con la punta muy aguzada. Y sobre uno de éstos se precipitó su abdomen. Le entró por debajo del ombligo. Sintió una resistencia dolorosa inicial, después todo fácil, lubricado, inmedible. El extremo del tronco de aroma chocó contra una vértebra dorsal, la desplazó desgarrando ligamentos y medula y salió brillando rojas humedades por su espalda. Asi quedó la persecución fijada como una fotografia. Y con rabia vio que la gallina, saliendo por el otro extremo de la arboleda, como rodando, se abalanzaba sobre el cañaveral.
El sol cayó resbalando detrás de la casita de guano, donde ya no pudo ver la mancha de la vieja , porque los cafetos se repartieron el paisaje por aquel lado. Las nubes cebadas rodaban viento abajo y una polvareda más roja que su sangre lo estaba borrando todo . Esperó unos segundos seguro de despertar, como en cada una de sus muertes. Despertar trémulo, sudado, pero contento y poderoso . Mientras, pudo ver sus manos como queriendo escapar del cuerpo, allá adelante, crispadas sobre las hojas y las piedrecillas blancas. No quiso mirar detrás, tuvo la sensación de que el cuerpo le empezaba en la herida. Vio llegar dos puerquitos de cuarenta días y tuvo que cerrar los ojos, pues le mordisqueaban la nariz y las pestañas, hasta que los espantó con un grito largo, desgarrante. El alarido alucinado de saber que se estaba muriendo en una maldita hora en que no dormía.

PASTOR JOSE AGUIAR
1992.

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