Saturday, April 23, 2005

RABO DE NUBE

Aquella mitad de mundo que le quedaba en frente estaba limpia, como para freír huevos y dolía en los ojos.
La harina caliente lo repletó, pesándole en el fondo del estómago como una piedra, halando los párpados a su vez. El piso del portal, sin embargo, estaba fresco y la brisita ligera, que llegaba desde la arboleda del batey, lo tumbaba a la larga en el lento y hondo sueño de los mediodías. Una cerca de tres pelos de alambre rodeaba la casa de tablas y techo de guano donde los postes de zarzafrá, árbolvestido y almácigo enraizaban y lanzaban arriba nuevos postes. A pocos pasos de la cerca, el callejón que atravesaba al batey se perdía más allá entre los cañaverales. Unos bueyes rumiaban debajo de la guira donde antes hubo una casa.
En estos días de agosto reposaba el almuerzo hasta eso de las dos y media. Pero al Moro no le importaba el tiempo. Lo habían levantado a las cinco para ayudar en el ordeño, después mudar los animales, la comida de los puercos, y a las ocho caminar hasta la escuela en el batey del mangal. Unos tres cuartos de hora. Esa tarde regresó cansado, por el camino jugaron, echando parejas a ver quién corría más; y tan pronto se comió la harina fue al portal hasta que lo llamaron para guataquear los plátanos. Tan pesado era el bochorno que la gente esperó hasta las tres. Los enjuagues de boca se oyeron por la puerta de la cocina, el apretarse las polainas, algunas frases malhumoradas y los encargos para las mujeres. Al Moro lo llamaba su abuelo que pasaba de los setenta. Cuando se asomó al portal y lo vio roncando boca arriba se sonrió y dio unos pasos hasta el jardincillo. Repentinamente el sol se había escondido, unos celajes se desprendieron de las nubes que crecían por el poniente y ensombrecían la tarde. La nube, aún lejana, se fue abultando hacia arriba como un gran hongo, después se adelantó hacia el batey y en su borde anterior grisnegro, el viento la desmenuzaba y los pedazos avanzaban más de prisa ocultando el sol.
_ Se está poniendo fea la tarde_ dijo el viejo a media voz, rascándose la calva con la misma mano que sujetaba el sombrero de yarey.
El Moro, lagañoso se acercaba para mirar también.
_ Creo que se jodió la guataquea, hay que esperar a ver si pasa la refregoná_.
Entonces sobrevolaron todos los pájaros. Primeros las auras planeando muy altas, casi mojándose en las nubes, después tomando la delantera, palomas, pitirres, totíes y cuanta cosa vuela. El primer viento llegó arrollando hacia atrás la brisita de la arboleda y con él trajo rodando por el callejón latas vacías, hojas, pedazos de papel y mucho polvo rojizo que se fue levantando sobre las casas hasta cegarlos. El abuelo se encasquetó el sombrero hasta los ojos mientras el Moro se agazapaba detrás de su cuerpo nudoso. Cuando no quedó polvo ni basuras en el batey el viento limpio batió las ramas haciendo ruido en las cobijas.
El abuelo se despescuezaba revisando la nube, cuyo borde delantero ya empezaba a cubrir la arboleda. Así fue que vio el rabo de nube bajando como un brazo gigantesco y delgado, agitándose un poco en la punta aguzada; a veces deshilachándose, amenanzando recogerse sobre sí mismo; pero más tarde, descolgándose a tirones hacia los cañaverales cercanos. En su base, allá en la nube, se iba haciendo más y más grueso y negro.
_¡ Corre y tráeme el hacha y las tijeras, anda carajo!_
El Moro se lanzó a la cocina, se oyó pelear con la vieja que no quería soltar la tijera, en la otra mano el hacha que arañaba el piso del portal; no había un segundo que perder. El viejo apartó unas piedras del extremo del jardín, trazó una cruz con el hacha y se apartó un poco.
_ Arriba, ven acá, que tú eres el único que puedes cortar el rabo de nube_
El Moro tomó el hacha con ambas manos, volvió a dar un pase con el filo sobre la cruz que apuntaba a la nube, y alzándolo en medio vuelo sobre su cabeza, la impulsó clavándola justo donde se cruzaban las dos rayas. Así respiró aliviado confiando en su poder. Algo grande sentía en tales momentos, como si los elementos estuvieran a su merced, como si pudiera mover al mundo con mirarlo. Varios años antes se lo dijo el abuelo, aquella vez en que cortó a la manga de viento con el machete, siendo aún muy chico. Abuelo le había ayudado envolviendo sus manitas con las suyas sobre el mango del machete. Aquella vez le dijo:
_Tienes la suerte de ser primerizo_ Y le explicó que el hijo mayor tiene el poder de cortar rabos de nubes, mangas de viento y aplacar a las tormentas con rezos.
El viento pareció aquietarse, pero se oían como si en el cielo rodaran enormes baúles. A veces parecía que el rabo se acortara engrosándose un poco, pero se estiraba de nuevo, ya era tan largo que parecía tocar las cañas del lado de allá de la arboleda.
El viejo le pasó las tijeras al Moro que empezó a cortar apuntando hacia allá, moviendo siempre en cruz sus manos, mirando fijamente al remolino que bajaba, seguro de poder pararlo. Diríase que le gustaba dejarlo casi tocar la tierra, para después, furioso como Zeus, lanzarle un tajo, un insulto y volverlo polvo azul. Así soñaba en medio de la tarde cuando la tía Angela pasó a la carrera hacia su casa gritando:
_¡ Qué Dios nos proteja, va a partirnos por el medio!_
De pronto el Moro se vió sin tijeras y sintió que lo arrastraban hacia la culata de la casa. Las puertas sonaron cerrándose, los clavos chirriaron al pasar por los orificios de los parales y los tres se detuvieron debajo del alero por detrás de la casa, mirando al rabo de nube que ya tocaba el cañaveral a cinco cordeles escasos de la arboleda. Se oyó como pitar la locomotora en la lejanía sobre un ruido sordo que lo estremecía todo. Allí dentro del batey la calma era total. Las hojas colgaban de las ramas sin el mínimo temblor. Entonces vieron la paja de caña subir girando. Los bueyes empezaron a darse vuelta halando las estacas para soltarse. Pero estaban muy hondas, y se viraron de culo al remolino que ya abarcaba cuatro cordeles de lado a lado. La tarde era oscura como cuando va a anochecer y faltaba el aire. Las gallinas habían corrido para subir a las matas, y se oyeron a los puercos gruñir por allá, detrás de los matojos.
Ahora la tromba salió del cañaveral donde dejó una franja en la tierra viva. Al llegar al cuero de buey, antes de la arboleda, giró con más fuerza, bufó arrancando los pequeños tallos, alzando las piedras, demoliendo los terrones y lanzándolo todo en espiral hacia arriba, muy alto, perdiéndose en la nube que parecía bajar más y más. El abuelo temblaba, la vieja no quería mirar mucho aquello y de hito en hito se estrujaba el delantal. El Moro era todo ojos, estaba hechizado ante la fuerza. Por allá torcía los gajos del caimito de la esquina como si fueran pelusas y después arrancó de cuajo el enorme tronco con raíces de veinte varas de largo, lo elevó, y lo arrojó dando tumbos un poco más adelante. En aquel momento al Moro le pareció que empezaba a desarrollar toda su fuerza pues agrandaba el paso, se ennegrecía y llenaba todo su cono de tierra roja y pedazos de matas, cañas, piedras y animales desnucados. Tras de sí iba dejando aquellos despojos regados por toda la sitiería. La gente había corrido al otro lado del batey, por casa de tía Angela, que ahora le gritaba al abuelo para que se les uniera. Pero nada se oía y el viejo estaba a punto de caer paralizado. El Moro no se percataba del peligro ni de sí mismo, se quiso mover al centro del patio para ver mejor y la vieja le torció la oreja. Pero no perdió un detalle. Un bandazo de viento había juntado a los dos bueyes que rodaron patas arriba mujiendo desgarradoramente. Las estacas se desclavaron y los animales saltaron como pelotas hasta elevarse girando en el espiral que se estrechaba y más arriba se ensanchaba de nuevo. Igualmente la guira y bibijaguero, donde hace muchos años había vivido gente fueron borrados. Al Moro le pareció oír los gritos de los bueyes cayendo a pedazos sobre el techo de la casa. El frente del torbellino arañaba el callejón. Pudo ver detrás y hacia lo que quedaba de arboleda un ancho y profundo surco salpicado de mil cosas. Después del callejón estaban ellos, primero sintieron que eran rechazados contra la pared, atraídos hacia el remolino. Ya el polvo empezaba a cegarlos. El abuelo gritó algo y se movió por primera vez, la vieja lo siguió pero en la baraúnda de los primeros golpes de viento el Moro se les fue de entre las manos. Se había movido en el sentido opuesto, un poco fuera de la casa para ver cómo el holcón del portal que daba al callejón se arqueaba, el techo se despegaba por allí y la casa crujía en un hervidero de chirridos. Primero resistió, el viento la lamió en redondo, le alisó las junturas, arrancó el caballete y la canal y entonces se coló por el hueco del techo. En ese momento el Moro oyó una gran explosión sobre el ruido de la tormenta. En lugar de la casa sólo vió el durmiente liso y nada más. Quiso agarrarse de las malvas blancas pero le resbalaron en las manos, por último se abrazó a la batea de cemento que aún tenía un poco de agua oliendo a jabonadura. Entonces se sintió ligero, como una pluma de gallina en el aire, tragando polvo y hojas secas. Cerró los ojos y sintió el golpe. No dolía más bien estaba muy mareado y soñaba. Pujó para gritar pero la presión de afuera le hizo tragar el grito con tierra y bibijaguas. Fue cuando se soltó como un trapo y no supo más, la última sensación había sido con la masa fofa de los bueyes. La gente que ahora se agitaba llorando a gritos en el alero de la casa de Angelita, al otro lado, vieron como la tromba silvó interminablemente, se afinó como un lápiz en su punta, y se fue despegando del suelo, elevándose sobre la cerca de árbolvestidos al fondo del batey y tras de sí se desplomaban sobre la tierra pelada gajos partidos, gallinas y pájaros y más allá, al otro lado de la cerca uno de los bueyes rebotó descoyuntado. Todo pasaba muy rápido.
Después del lindero había un cañaveral, y más allá, a unos quince cordeles el potrero de los Calderines con su laguna donde la gente pescaba los domingos y días de temporal. Exactamente después del cañaveral el rabo de nube empezó a bajar como un enorme dedo. Estaba muy oscuro. Giró sobre la laguna y según bajaba, casi tocándola, caían sobre el agua muebles rotos, paja de caña, caimitos verdes, vestidos ripeados y un cuerpo de muchacho desnudo, rojo de tierra que sonó como un planazo sobre el agua y se hundió entre las malanguetas cercanas a la orilla. Al fin, la punta del rabo de nube tocó agua y comenzó a aspirarla. Toda la laguna salió hacia arriba.
El Moro había vuelto en sí al choque frío, pero al abrir la boca buscando aire limpio tragó el agua llena de gusarapos espantados. Lo que hizo fue agarrarse de las raíces del fondo mientras el agua se iba al cielo y las truchas y biajacas, como maná, cubrían el potrero, sacudiéndose los rojizos resplandores del sol que comenzaba a asomar por donde la nube se había rasgado. Sentado, asomó la cabeza entre un rollo de malanguetas cañas y linos. El Moro estaba viendo por primera vez en su vida el fondo repelado de la laguna en el que tantos misterios pensó que se escondían.

PASTOR JOSE AGUIAR

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