Saturday, April 23, 2005

EL AVION

La idea del avión surgió hace veinte años. La ilusión del tiempo me hace pensar que fue unísona del Moro y mía, nos vino tan a la medida. Allí encontraba cauce el fuego que nos ardía la carne crecedora. Un gran avión para remontar las nubes y aterrizar en ellas como en la espuma, mirar al mundo desde un poco más arriba de nuestro mundito campesino de diez cordeles a la redonda.
Cómo serían las ciudades, si tendrían color del libro que Cesario, el único pariente de La Habana, me regaló hace unos meses. Al cielo llevaríamos nuestras lombrices y la riqueza de imaginación para olvidar entonces la pobreza.
La obra marchaba al instante. El Moro robó clavos a su tacaña abuela y con palos de guamá armamos el gran esqueleto de diez varas de largo con alas de cinco. Así lo izamos al techo de la casa de carretas, halando con una soga por el otro lado y amarrando finalmente al caballete. Subimos yaguas y lo forramos sujetando cada plancha con ariques. Encima, entre las alas, dejamos un hueco para dos personas, con un tabloncillo de fondo y el timón en el frente, a la izquierda. Abuela algunas veces se asomó por allí con aire agresivo, y llanto costó que no echara el futuro del espacio en la hervidura. Creo que nunca imaginó lo que iba a pasar.
Por suerte el día que lo terminamos no vino nadie. El Moro llevó un cartucho de mangos para la gran travesía ya que Rivero nos juró, por sus cinco hijos muertos de hambre en el gobierno anterior, que en las nubes no habían truchas, y aunque esto nos desilusionó un poco, aseguró que unos pájaros de sombra grande que eran todo pechugas, podían caer de más arriba sobre nosotros y comerlos así, porque no tenían plumas y eran dulzones como cuando a uno le cae una guasasa en la boca. Eso también lo dijo Rivero, tan seguro como cuando la muerte de mi padre. Quién sabe si algunas de las estrellas más bajas podíamos agarrarlas, sino quemaban.
Aunque al Moro lo impresionó Lázaro, un muchacho de extraña sabiduría, todo por leer libros para personas mayores. Contó Lázaro que si el viento nos cogía por debajo del avión y era mucha la subida, se acababa el aire de respirar y llegaba un ciclón repleto de pedradas que mataba todo lo vivo. Sin verse venir, porque la oscuridad de las noches que quedaban al mundo estaba allí guardada. El ánimo del Moro decayó mucho. Lázaro lo miró con ojos relumbrantes a la mitad de su frente y lo llenó de escalofríos. No importa, si él no iba, me ayudaba hasta el final; aunque era mejor montar la chiva y quedarse debajo. No me dolió mucho aquello. Quedaba mi embullo, estaba decidido.
En esa edad no admitía el concepto de la muerte como algo verdadero. Mi padre se llevó todas las muertes un año antes y me dejó una dolorosa sensación de eternidad, llena de fantasmas en el sueño. Así que el avión mediría el infinito. Dije entonces al Moro que si me alcanzaba la noche llegando a la luna le tiraba una piedra contra el techo de su cuarto.
Sería media tarde, el Moro al fin y al cabo con lágrimas llenas de peces se quedó mirándome escalar el lomo de guano de la casa y hundirme en la cabina hasta los hombros, después vio salir la mano armada de cuchillo y escuchó el ric rac del picar la soga, se asustó un poco cuando los hilos iban estallando y el avión se bamboleó amenazando el suelo; pero no podía ser; cerró los ojos y lo tuvo ya seguro volando entre las nubes y cuando los abriera ya estaría como una garza allí, sin ver mi mano, ahora, diciendo adiós. Lloraba de nuevo con envidia y más miedo. Prefería estar, sin saber el tiempo transcurrido, posiblemente yo habría subido al techo del mundo y traído a tierra pájaros de aquellos que no imaginaban si la luz del día los borraba, y estrellas apagadas, rarezas de planetas y de los grandes vacíos que el cielo tenía. Sabría cuidarme de las piedras que trae el gran viento del espacio cuando ya no hay aire de respirar, para que no me arrancaran el sentido, llenaran el avión y con su peso nos pegara contra la realidad.

PASTOR JOSE AGUIAR

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