Saturday, April 23, 2005

LOS POLLOS

No vayan a preguntar por qué lo hice. Esta pregunta es mucho más tonta que yo. Mejor, por qué lo cuento. Y les diría que por la simple y cabrona necesidad de hacerlo. Puede que sea esta mañana cristalina y caliente que enfrento yo solo en un parque del vecindario. No soy boxeador, ni ajedrecista, ni navegante que descubriera nuevas ínsulas. Me haría muy feliz cantar ópera, pero cuando abro la boca y pujo, tal parece que mi ano ha cambiado de lugar. No maltrato instrumentos, ni siquiera soy campeón de pulseadas en el barrio ni aquel que se echa un saco de 16 arrobas de azúcar debajo de cada brazo y anda veinte o treinta varas del camión al almacén. A mí la gente no me ve comiéndome cuarenta huevos de avestruz ni tomándome un vaso de leche de ornitorrinco. Para colmo muy pocas mujeres insensatas se atreven conmigo. Entonces escribo, con la razón insólita que falta a todas las otras razones.
Pero en fin, ya he matado el cuento con tanta bazofia en su inicio, que debieron ser para sus garras. Pero si alguien ha logrado llegar a este punto certifico que me ha pasado lo siguiente: se trata de los pollos. Vivo en una pequeña casa hacia el norte de la ciudad, en la periferia, cerca de los marabuzales. Un patiecito de unos veinte metros de fondo la rodea por tres de sus lados, cercado con cañabrava, dejándole abierta una entrada pegada a la pared. Allí he logrado dos matas de guayabines rojos, más semilla que carne, y un guanábano que se hizo todo tronco hasta cien varas al cielo con cuatro o cinco gajillos jorros que dan unas flores enormes, amarillas y con peste a zicote.
Por la situación del patio, respecto a la mole de la casa, allí la mañana empieza cerca del mediodía, y el sol se olvida de ponerse muchas veces, enroscándose en los rincones. Todo armonizaba perfectamente con mis días de pesca en los canales a tiro de bicicleta; la repartición de truchas tiesas al oscurecer, a dos pesos cada una para clientes fijos.
Hasta que se me llenó el patio de pollos. Eran esos pollos amarillo mostaza, todos por encima de la libra de peso, funcionando en un sincronismo increíble, un hambre insaciable y un raro vocerío que como andanadas de lamentos de mujer artrítica sonaba a intervalos, cuando no comían o lanzaban pequeños huevecillos turbios en todas direcciones, que más tarde le servirían de alimento.
En realidad, había pensado comenzar la historia con una larga indagación sobre los posibles motivos de la aparición de estas aves en mi patio, aquella tarde de abril, exactamente a la hora que se vieron urgidos de buscar dormitorio por los gajos de las guayabas y los bordes de las cercas, mientras otro grupo, una y otra vez, se apilaba contra el tronco del guanábano tratando de escalarlo hasta algún saliente cómodo.
Mi primer impulso fue de calificarlos de intrusos en propiedad ajena y fui derecho a la escoba. Pero viéndolos bien, mudé de gesto y me acerqué al grueso de la tropa. Si bien no hallaba otro calificativo que pollos, de pronto me vi riéndome a solas e inclinándome un poco para ver cada detalle. Los más grandes bien rebasaban las diez libras y todos encajaban en la sombrilla del amarillo. De lomos redondeados y cortos, sin cola alguna, repartiendo cagada verdiblanca por doquiera. Eran de largo cuello, como de cisne, sí, elegante y rematado con una cabeza casi redonda, de cresta trilobulada, blanca como la leche y a cada lado unos ojos con largas pestañas de mujer, lustrosas y negras. Cada ojo se movía en diferentes direcciones sin relación alguna con el otro. Un pequeño moco de guanajo sobre la nariz y un insólito hocipico de pollo-ratón que no hallo forma de describir. Vestían un gozoso plumero, largo, sedoso, fino casi como cabellos y de todo aquello brotaba un fuerte olor a marisco. No me atreví a avanzar más, y entonces me fijé en sus patas espectaculares, tan gruesas, escamadas en rojo con las rodillas hacia adelante como en los hombres y todos los que detalle eran cinqueños, con membranas interdigitales como los patos.
Allí me quedé varado, cual un tronco al borde del patio y fui, después de larga meditación, retirándome hacia la butaca del portalito donde, hasta muy tarde fui dando cuerpo a lo que hoy día es mi tratado sobre la funcionalidad comparada de distintos modelos de rodillas de pollo y el papel de la selección natural en la escogencia del mismo. Esta obra junto con el proyecto del aparato para tomarse el agua de los cocos sin tener que subir a la palma o tumbar la fruta y la reciente indagación sobre tres maneras de enlatar el guarapo de caña sin que pierda su frescura, cerró la trilogía que amenaza con hacerme millonario cuando más anhelo la tranquilidad de mis truchas.
Pero sin disgregarme más, esa noche apenas dormí imaginando el patio hirviendo con aquella abundancia. Y cuando alrededor de las diez de la mañana, mordisqueando aún mi ración de trucha en escabeche, me acerqué en puntas de pie al lugar, ya la pollería insaciable se había comido todos los garbancillos, cuanta piedra merodeaba por el suelo, los comejenes que deterioraban las cañabravas, las lombrices de tierra del lado de la toma de agua y hasta toda la mierda de ellos mismos. Para colmo se empecinaban en tragarse la tierra cercana al guanábano, descubriéndole unas raíces carnosas como enormes yucas, que picoteaban insistentemente.
En un gesto de defensa involuntaria, recogí un pedruzco en las afueras del cercado y lo lancé en suave parábola sobre el grueso de los animales. De pronto todos dejaron de comer, se estiraron hacia arriba, miraron en derredor asombrados y al verme en el portón comenzaron una interminable gritería de furia y reproche. En aquel momento, un avión pasó rasante, sobre nosotros, con gran estridencia. Brillaba a la luz tempranera como un gran huso de plata, casi como una trucha enfilando al techo del mundo. Entonces los pollos se arremolinaron, sus cuellos ondularon como serpientes buscando hacia arriba, sus alas de desplegaron y desdoblaron en una gran aparición de vuelo y empezaron a despegar torpemente, con un ajetreo que parecía aplausos rozando el borde superior de la cerca y subiendo cada cual más rápidamente detrás de la nave aérea que ya trasponía el otro extremo de la ciudad.
Un solo pollo enorme, viejo, que hasta entonces no había diferenciado, se acercó a mí con una ligera arritmia en su lento andar y el ala derecha sangrante y quebrada por el guijarro que le lancé minutos antes. Se me acercaba con la expresión de una mujer anciana, más de compasión que de reproche, más de amor que de condena. Llegó junto a mis pies, me miró directamente, ahora con gesto de ligera impaciencia, y después me señaló el ala herida.

PASTOR JOSE AGUIAR

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