Wednesday, August 29, 2007

MUJER DE CANTO


Mujer que nació de un canto,
abeja hermitaña
libando los besos
del amanecer.
Andas siempre de viaje,
como una odisea mínima
reinventándose
en los poemas,
vendaval sutilísimo.
Siempre volviendo,
desde lo azul,
siempre en hasta luego.


Pastor Aguiar

Wednesday, June 20, 2007

DECIMAS DE CUMPLEAÑOS


Qué regalo puedo hacerte,

qué rosa se te compara.

Cuál estrella te bajara

con mi oficio de quererte.

Qué universo ya ofrecerte

si todos están en tí,

todo el mar, todo el rubí

en tu armadura de rima,

de un sueño materia prima

en alas de colibrí.


Recuerdo la vez primera

que me anegaron tus ojos.

Gaviota volando en rojos

tus labios de Primavera.

Y aquella dulce frontera

de tu frente develando,

filones de Amor viajando

cual revelación herida.

Todo el azar de la vida

en tu Musa palpitando.


Cuánto quedaba de aurora

en cada verso que hacías.

Magia de luz en los días,

minuto astral en la hora.

Cuánto de miel atesora

tu sonrisa alucinante,

cuánto de pez y diamante

en la copa de tu encanto:

Esa palabra, ese canto,

de una lira palpitante.


Pastor Aguiar


Friday, April 13, 2007

PITUSA SOBRE LOS ARBOLES

Pitusa sobre los árboles

Aún revivo una y otra vez aquellos paisajes mágicos. El batey de ocho o diez casas, escribiendo su caprichosa navegación en los días de sol, narrando el paso de los ciclones en antiguos caballetes, anunciando en el verdiclaro ruedo de la yerba, el estado del tiempo. De un lado a otro era encinchado por el rojo trazo de la guardarraya, que nacía en el Callejón Hondo y después serpenteaba entre cañaverales hasta muy allá, donde el potrero. Al fondo la arboleda con los caimitos inalcanzables, los zapotes escondiendo su dramático nervio y mangos y caniteles cobijando cafetos, nidos de gallinas y juegos de nosotros.
La gente anunciaba la vida con un galope de caballos, en la rondana del pozo de boca, en la tos higiénica de abuelo al amanecer, mientras enjuagaba el colador de café a través de la ventana de la cocina. A prima noche, cuentos de apariciones y brujerías rumoreaban entre los futuros desvelados. Y más tarde gritos de pesadillas, ronquidos incontrolables.

Aún me parece ver a Pitusa, desgreñada, con la túnica sucia de paisajes, llegando desde el Callejón Hondo para iniciar los juegos de la tarde. Sus grandes pies llovían sobre los terrones como si gozara en ello, a juzgar por su risa, entonces feliz y expectante; otras, fuerte y delgada como un filo.
Cuando eran las tardes de turbonadas, nos íbamos a jugar a la casa vieja. Era una construcción de madera, techo de hojas y piso de cemento y lozas. Como mis abuelos habían muerto años atrás, la sala y el comedor se adaptaron para escuela. Los dos cuartos se convirtieron en la casa de abono. Allí apilaban los sacos de fertilizantes hasta las soleras, que limitaban la parte superior de las paredes de tablas de pino. Este era nuestro sitio de juegos. Recuerdo que en uno de los escaparates encontré un libro de historias de sexo, donde una muchacha virgen era conquistada. Aquello fue un acontecimiento inolvidable. Lo escondimos debajo de las lozas y nos disputábamos el tiempo de leer. Entre los ángulos de las paredes y los sacos, las gallinas escondían nidos y alguna vez tomamos un huevo echado para descascarlo y ver al polluelo con esbozos de plumas, que al moverse, proyectaba el piquito blando sin lograr un pío.

Aquella tarde las nubes se apelotonaron por el Este. Después de prometer a Mima que regresaríamos corriendo antes de los primeros truenos, volamos hacia la casa vieja, a unos doscientos metros. Íbamos mi hermano menor, dos primos y yo. En un tronco de zapote por el patio trasero, Pitusa se quedó con la cara contra el árbol, contando a grito pelado del uno al treinta, mientras nosotros nos escondíamos dentro de los cuartos de fertilizantes. Yo montaba en ira porque mi hermano pretendía esconderse junto a mí, y con ello, nos encontraban fácilmente. Pero algo inolvidable sucedió esa tarde. En pocos minutos el viento giró y la nube se repletó de agua y truenos sobre la casa. Las gotas cebadas arrancaban fragmentos de cobija.
Corrimos todos al estrecho portalito para poder contemplar la magnífica manga de viento que ya hacía volar las hojas de palma real que se enredaban en las ramas altas de naranjos y mangos. Las gallinas regresaban despavoridas, ensayando vuelo a trechos, mientras una polvareda roja lo envolvía todo, hasta que el aguacero la aplastó.
El primer trueno, cercano y ruidoso, nos lanzó a unos contra los otros y fue cuando Pitusa me estrechó aterrorizada. No se si casualidad a mis doce años, o aquel librito obceno, pero noté que el pecho de ella me rozaba blandamente con unas carnosidades redondas y sueltas como dos pequeñas naranjas. Y con más curiosidad que perversión, aproveché la cercanía para palpar una, que para siempre se me quedó en el hueco de la palma con visos alucinantes. Ella dio un salto atrás con los brazos en cruz, resoplando y gimiendo como si fuera a morderme.
_¡A tu madre lo voy a decir, desgraciado!- Y salió huyendo bajo el aguacero y los relámpagos . Cuando me asomé, no vi rastro. Uno de mis primos me preguntó con maldad.
_ ¿Qué le hiciste cabrón?-
_Nada, que le están saliendo las tetas y yo quería vérselas-
_ Serás comemierda, ¿tú crees que eso es agarrar como así y ya? Mira, tío Coco dice que primero tienes que irle hablando de otras cosas y cogiendo confianza. Le tocas la mano y se la aprietas, esperas un ratito y le pinchas como en juego, para ver si tiene cosquillas y viene la risa, y así le va gustando, la vas manoseando hasta donde quieras; pero si se pone brava, la dejas diciéndole que no era por nada malo.
_Qué sabía yo, fue que le noté esas pelotas y no lo pensé, tenía que ver cómo eran. No imaginé que fuera a ofenderse.
_ ¿No ves que es una mujercita? Casi todas las tardes va a limpiarle la casa al viejo Hilario y dice Tío que ese hombre tiene historia de que una vez trato de hacerle algo a su propia hija. Por eso ella ni le habla y se mudó para El Desquite.
_¿A qué viene eso?
_ ¿Cómo que a qué? Pues no dudes de que ese descarado quiera toquetearle las novedades que ni ella sabe que tiene.
_ ¡Oh!-
En eso el viento giró del Sur y el aguacero amainó. Poco a poco avanzamos los cuatro bajo la llovizna, jugueteando con los pies descalzos por los carriles desbordando un agua roja hacia el callejon. A esta altura mi única preocupación eran los pezcozones de mi madre, porque “ustedes me van a acabar con los nervios y antes de que una tronamenta me los mate como a su padre, los despellejo a cuerazos”. Y yo diciéndole entre sollozos que por qué no le pegaba a mi hermano también y ella, sofocada y a gritos enormes, que “porque el ideísta eres tú, que en vez de cuidarlo, lo usas de experimento”. Así pasaban las semanas y las estaciones ablandaban al tiempo.
La primavera siguiente comenzó temprano. Mi madre nos hizo mojar con el primer aguacero de Mayo para garantizar buena salud. En pocos días los hoyos del potrero se llenaron de agua enfangada por las reses, y la cercana laguna de Asiento Viejo se desbordó. El negro Heleno llegó una tarde con dos manjuaríes que sumaban una arroba, ya tiesos, con un remolino de moscas siguiéndole.
_ Como pica la biajaca; y estos bichos (Señalando a los manjuaríes) se cazan a machetazos por la sabana inundada.
Enseguida me fui a conferenciar con Bernardito.Tratamos de que mi hermano no se enterara. Todo quedó listo para una hora después, cuando fuéramos a jugar a la casa vieja. Sacaríanos las lombrices cerca del corral de los puercos y mi primo iba a traer dos pitas con anzuelos.Cuando llegué al lugar, vi que Pitusa estaba en punta de pies con una lata rebosando lombrices y gusanos de manteca sacados de troncos de madera podrida. Ahora usaba un vestidito de cuando más pequeña, en el que hubo algún azul oscuro, con manchones de grasa y tizne de la cocina. Su risa era abierta; pero fiera ante la idea de competir con nosotros. Yo no pude evitar fijarme en sus senos.
Así andaba, diferente a las demás hembras, creciendo silvestre. Su madre, que la parió pasada de los cuarenta, rondaba las sitierías buscando algo de comer, algún trabajo de lavado de ropas. El padre se desapareció un buen día.
Salimos por detrás de al arboleda a trote tendido. Nuestros hermanos quedaron escondidos detrás de los sacos de abono esperando a que los descubriéramos. Bernardito iba cantando a voces mientras torcíamos a la derecha para entrar al Callejón Hondo, que por tramos nos ocultaba totalmente con sus paredes verticales repletas de raíces, y por otros se aplanaba en un lecho de perdigones negros que cosquilleaban en la planta de los pies. Un rato más tarde vimos la enorme ceiba, que marcaba el inicio de Asiento Viejo. Tenía un gran huraco oscuro en la base, por el que cabíamos tres muchachos. Allí dejamos las camisas.
Con el machetín de Pitusa cortamos varas de cañabrava para tirar los anzuelos y fuimos ladeando y penetrando hasta unos cayos de malangueta y yerba paral, para hacer pesquero.
_Debimos haber buscado una pelota de comején, para que tú vieras lo que es pescar_Nos comentó Pitusa en voz baja, como si no quisiera azorar a los peces.
_ ¿Y cómo sabes eso?-
_ Hilario me lo ha dicho-
_ Ah….ya tú sabes….
Iba como a decir algo con su risa cortante, cuando cambió el gesto por un chillido y saltó atrás sin soltar la vara tensa.
_Coño, ¿qué es esto?-
Nos acercamos. Yo trataba de arrebatarle la caña para tantear el peso. La pita se veía como cuerda de guitarra, moviéndose hacia un montón de yerba.
_Hala chica, lo vas a perder si se te enreda- Pero no lo pudo evitar . Si aflojaba, el animal removía el agua fangosa y cobraba más cordel. Si lo halaba, topaba con las matas. Tiramos el resto de las varas a la orilla y nos afanábamos tratando de sacar aquello, que imaginábamos mayor que nosotros mismos; pero cuidando de no meter las manos al agua por temor a que fueran devoradas.
La tarde se perdía tras una nube que el viento desgreñaba en los bordes y por su centro, cercano al otro lado de la laguna, un huso, gris, avanzaba hacia abajo zumbando cual enorme abejorro. Al fin Pitusa dejó la vara a flote, tomó la pita y fue cobrando su largura hacia la yerba. Cuando tenía ambos brazos hasta los codos, hubo un movimiento de batido de las aguas y las hojas se arremolinaron
_ ¡Es una bestia Dios mio!_ Gritó ella a la vez que soltaba para revisarse las manos y huir hacia atrás, enredándose los pies con las raíces del fondo y cayendo de espaldas con gran aspaviento. Antes de recibir ayuda se incorporó escupiendo renacuajos y mazamorra; pero a la vez se agarraba el vientre entre sollozos y maldiciones.
_Creo que me arañé la barriga con unos alambres_ Sin mucho recato se arrolló el vestido hasta el cuello y quedamos lelos ante el espectáculo de aquellas tetas rojiblancas en contraste con su otra piel quemada por el sol; pero deseosos de descubrir nuevas cosas, le vimos el vientre y algo nos hizo mirarnos.
_ ¡Qué miran, coño! Parece que no fue nada_ Y de un tirón bajó la tela.
_ Te has puesto barrigona Pitusa. ¿Serán las lombrices?
_ Será el coño de tu madre. Qué te importa_ Nos gritaba e intentaba arañarnos la cara.
En eso calleron las primeras gotas. El mundo había cambiado. Era como si la noche se nos encimara desde el Sureste. Las cortinas de agua sellaban al cielo. El frente de la nube, ya lejos, pretendió cerrar la última abertura de luz y a un centenar de pasos de la orilla opuesta, un rabo de nube daba los primeros latigazos sobre las palmas canas. El aire detenido en el pozo de la tormenta, dolía en la piel, caliente y pesado. Un silbido creciente ocupaba los oídos y pudimos ver las palmas enteras girar hacia la nube, trenzándose y repartiendo hojas. Unas bolas blanquecinas nos parecieron los bueyes de los Calderines. Corrimos hacia el hueco del tronco de la ceiba. Allí nos apretamos respirando aliviados, sin dejar de mirar al la tromba, que iba chupándose el paisaje hacia nosotros. Pero no terminaba el espanto. A mi primo, que entró primero, las avispas le encendieron el lomo, y con un largo grito que se impuso al mal tiempo, nos empujó hacia la lluvia. Contagiados de terror y con el rabo de nube cebándose en la laguna, echamos a correr a campo traviesas rumbo la finca, con toda la tempestad, que regaba peces por los cañaverales, pisándonos los talones. Llegamos sin Alma a la casa vieja.
El batey no se divisaba; pero el tornado se fue recogiendo con su cosecha hacia el regazo de la nube. No voy a contar la paliza ni los argumentos para salvarnos de ella.
Esta fue la última Odisea que vivimos con Pitusa. Su presencia escaseaba según observábamos con maldad que iba engordando por el centro del cuerpo. Asimismo su rostro se hizo más esquivo y suspicaz, sus rasgos más toscos, su andar más recatado. Apenas nos saludaba y apuraba el paso con algún destino al otro lado del batey.

Por aquella época, un hermano de mi madre raptó a su novia y estuvo viviendo en casa por más de dos meses, mientras construía un bohío que forraba con tablas de palma real, en la finca de mi abuelo. Por esa causa, diariamente, alrededor de las tres de la tarde, enfilaba el Callejón Hondo al Este, para recoger dos litros de leche que tio tenía contratados con los enanos. En uno de esos viajes, por la pendiente derecha del callejón, debajo de un gran ateje que protegía su tronco entre galanes y cundiamores, vi a alguien hecho un ovillo al pie del árbol, medio escondido el cuerpo entre las hojas. Puse la yegua al paso y vi como se convulsionaba reprimiendo el llanto. En eso mi animal quiso encabritarse con una yagua atravesada en el camino y ella se volvió asustada, incorporándose. Era Pitusa con los ojos inflamados, el pelo por los hombros, hecho greñas, con pedazos de hojas secas y guizazos y aquella cintura gorda que le asomaba el ombligo terso por la blusita de lienzo medio abierta.
_ ¡Qué miras ahí como un bobo! Dale, sigue tu camino.
_ Pitusa, ya no quieres jugar con nosotros desde la pesquería aquella. ¿No te dejan salir?
_ A mi nadie me gobierna. Ya eso de estar jugando es para los muchachos_ Y bajó la cabeza como avergonzada, mirándose los grandes pies descalzos.
_ Nadie se hace mayor de pronto. ¿Qué te pasa, estás brava con nosotros?
_ Nooo! ¡Serás comemierda! ¿No ves lo que me pasa coño?_ Y como si la odiara, se golpeó la panza con el puño cerrado, a la vez que con la otra se levantó la blusa hasta el cuello. Yo quedé pasmado ante las dos grandes tetas rojiamarillas con un bonete carmelita rematándole la punta, como aquellas que de juego, queríamos mamarle a Tita cuando éramos pequeños.
_ Esconde eso, descarada_ Le dije casi sin voz, tragando en seco y con más bochorno que la ira de ella, que ahora retornaba al llanto.
_ ¿No ves lo barrigona que estoy? Y mi mamá dice que la mato de verguenza, que no me bota porque prefiere verme muerta que con ese Viejo, que dice que es el culpable, porque abusó de mí.
_ ¿Abusó de ti, te dio?
_ Con sus confianzas y manoseos, yo pensaba que era como un padre, y no sé cómo, en una de esas en que estaba medio dormida, reposando de lavarle la ropa, vino a comer y se tiró a mi lado, diciéndome duerme mi niñita, y yo en la Gloria, y él, que mira la carita linda que Dios te ha dado, y qué bracitos y qué ombliguito regalón. Y haciéndome cosquillas y yo que si me dormía, con un fogaje y una falta de fuerzas…y él haciéndome otomías, hasta que pasó lo que pasó. Fue por ello que le cogí un asco al viejo ese y no he vuelto allá. Y mi madre, sin saber, a obligarme a que fuera a darle una mano al pobre hombre… hasta que se descubrió todo.
_ ¡Ay carajo, qué cabronada!
_ ¿Tú crees que no quisiera volver con ustedes, que son mis únicos amigos?_ Casi gritaba entre su llanto desconsolado
_ Muchacha, no te vamos a decir nada. Yo me encargo. Estás un poquito más fea, pero ya se te pasará.
_ No te burles…Tengo que sacarme esta barriga de adentro. Dice Mima que es un empacho, que hay que parirlo sin remedio; pero no quiero, no puedo…me estoy volviendo loca. Bueno, ya, qué esperas; sabes el chisme, vete a lo tuyo._ La yegua intentaba mordisquear el cundiamor; pero su amargo la hacía sacudir la cabeza con fuerza. Yo le halé por el bozal y la enfilé callejón arriba, como si fuera contagiándome de una especie de primera hombría
_ Ya sabes… Y si quieres que mate a ese hombre hijo de mala madre, nada más dímelo. ¡Yeguaaa!
Dos días después, cuando mi hermano y yo refrescábamos el bochorno sobre las lozas del portal, parecía como si por la guardarraya, desde el callejón, una tronamenta de cascos fuera a hacer saltar el piso. Un caballo desbocado que era perseguido por una nube roja. En pocos segundos pasó frente a nosotros, hacia la manga del potrero, rumbo al monte gordo, final de todas las tierras. Era Pitusa en pelotas, regando a toda vista aquella carne indomable de loca preñada y gritando cosas que nadie hilvanaba, como si arreara bueyes o gobernara un navío en la tormenta. Nosotros quisimos correr detrás, pero Mima con sus gritos para preguntarnos qué pasaba, nos enfrió el impulso. Las mujeres se asomaban a los patios y se gritaban comentarios de que tú verás que eso para mal. Perero ensilló en un minuto y se lanzó detrás dejando recados de que buscaran a la madre, que debía andar vendiendo los huevos de la semana a dos por medio.
Al rato, todo el batey bordeaba la guardarraya haciendo viseras con las manos para adivinar quienes regresaban desde la manga del potrero, ahora a paso lento. Era Perero, halando con la diestra al caballo de Pitusa, y esta, desmadejada y como Dios la trajo al mundo, atravesada sobre el pico de la montura de su salvador, que le había cubierto las verguenzas con su camisa de caqui gris. El pelo revuelto y manchado con la sangre que le brotaba de la frente, colgaba al compás del paso del animal.
_ A sus casas, arriba, que nada pasó. Está desmayada del susto. Por suerte el caballo la tiró sobre unos montones de yerba de guinea cuando llegaba al potrero_ Y continuó hacia el otro lado del Callejón Hondo con sumo cuidado.
Nosotros quisimos verla al día siguiente , pero no nos atrevimos, pues esa tarde su mamá estuvo en casa pidiendo boniatos para los animales y se desahogó esperando la colada de café. Dijo que Pitusa no quería salir, que se golpeaba el vientre y que aquella preñez se le agarraba a las entrañas entre más quería sacársela y que por su cuenta, no le faltaban ni dos meses para parir. Ella no le iba a dar jarabes abortivos ni rezar conjuros, porque era cosa de Dios. Agregó que el Viejo, asustado, había cerrado el rancho perdido no se sabe a donde.
Nuestros juegos perdieron el gusto y más que corretear, nos sentábamos sobre los sacos de abono elucubrando historias sobre Pitusa y lo que iba a parir, y que si era doloroso, que decían que hacer esa cosa era muy rico. Mi tío aseguraba que era mejor casarse, o ir a visitar las putas de la calle Concha en Colón. Y nos tenía amenazados con llevarnos a la fuerza para que viéramos lo que era una hembra sin verguenza alguna, arrancándonos de un golpe lo de señoritos. Nosotros aterrorizados, nos registrábamos el cuerpo buscando dónde tendríamos los hombres lo de señoritos. Pasó mes y medio antes de la debacle. El sol había escondido una mitad al otro lado de los cañaverales, cuando Eufemia, la madre de Pitusa, llegó pidiendo ayuda.
_ Vamos conmigo, ayúdenme. ¿Dónde está Perero? Tráiganlo también. Ahora sí que la perdí.
Mi madre corrió hacia allí cerrando la puerta del portal.
_ Se subió por las matas de caimito como una gata con esa barriga. Le empezaron los dolores de parto desde media tarde y bufeaba como un animal apretándose la barriga y cerrando las piernas para no soltarlo, hasta que salió corriendo y se trepó a las matas, y por allá arriba anda como un mono, de gajo en gajo y ahora con la oscuridad no la voy a ver. Se va a reventar contra la tierra la muy desgraciada.
Perero ya cabalgaba seguido por tres o cuatro mujeres y nosotros a corta distancia, a pesar de las amenazas de Mima.
A poco rato llegamos al rancho y al fondo estaban las cuatro matas de caimito, y los mangos y aguacates formando un tejido de ramas que no dejaban pasar claridad alguna.
_ ¡Pitusa!_ Voceaban Perero y Eufemia. Pero nada se escuchaba; a no ser los grillos de la prima noche. La oscuridad se cerraba en aquella maraña cercana a las nubes.
Trajeron un farol de casa de abuelo; pero la luz no penetraba aquellas alturas. Nosotros quisimos subir; pero de noche era sumar otra desgracia.
Así pasaron las horas alrededor del farol en el mismo centro de la arboleda. Perero, seguido por nosotros, daba vueltas por la periferia mirando cada tronco, afilando el oído. Las mujeres hicieron café y chocolate una y otra vez, como en un velorio, y no cesaban de rezar a cuanto santo iban recordando. Y pasó la noche, y el sol fue trayendo las rojiamarillas novedades de aquel día. Las lechuzas atrasadas, se daban golpes contra las palmas en busca de lejanos escondites y los sinsontes ensayaban la fiesta de turno. Entonces, mientras cada cual iba revisando por un punto diferente, despescuezándose ojos arriba, vino un grito largo y rajado, como de bestia moribunda, desde la enorme mata de zapote que marcaba el centro de la arboleda. Corrimos tropezando, cayéndonos cien veces, entre exclamaciones de “Ay Dios mío y tu verás ahora, no quiero ni verlo”. Allá por entre los astillados rayos de sol, como desde un mundo que flotase sobre nuestro mundo, bajaba Pitusa silenciosa, chorreando sangre y aguas espesas entre las piernas, con la desnudez más dramática que se pueda imaginar, enredada entre el verde y el carmelita. Ya estaba como chupada por los dolores y la tempestad de la furia. Iba descendiendo sin prestar atención. Sus pies buscaban nudos y gajos, su mano izquierda se arqueaba sobre el tronco, que iba engrosándose hacia nosotros. Su mano derecha sostenía un extraño bulto de carne y pelos mojados del que una larga tripilla se desenroscaba hacia las entrepiernas de ella. Lo agarraba por el delgado cuello. No se movía y me recordó, no sé por qué, a aquel chivito muerto que una vez mi abuelo llevaba al descuido hacia el otro lado del poptrero, para alimento de las auras tiñosas. Al fin llegó sobre las hojas secas que cubrían el suelo, tambaleándose como un marinero, que después de meses camina sobre tierra. Fue hacia el rancho sin mirar a nadie, seguida por las mujeres en absoluto silencio.

Pastor José Aguiar

Thursday, February 22, 2007

DE LA MAR VENGO


Vengo desterrado de su seno

Sus aguas lloro por las heridas

mis ojos anclan su piedra

Vengo del pliego que le repite

sereno, hondo

Vago en la mirilla, su documento

cuando la noche lo puso lejos

de alguna enmienda

de un Sur extraño

salí mojado yo, sin quererlo

Coral, quien sabe

Mínimo universo

Alguna costumbre rebelde

para que vague por las cenizas

ala de su infinito, afán de vuelo

en su contorno rudo aprendiz

Tanto de estragos para saber

que soy su pez.



PASTOR JOSE AGUIAR

Wednesday, February 21, 2007

MOSCAS

La primera mosca se posó cerca de sus pies. Las sandalias parecían gritar agarrándose a los pretiles dejados por las carretas en tiempos de zafra. La tierra estaba húmeda y caliente y la yerba orillaba al camino destrozada, además, por los cascos de los caballos. Ahora los dedos gordos asomaban por las sandalias como cabezas de jicoteas husmeando los alrededores. Uno de ellos se adelantó escarbando los terroncillos. El hombre sintió una pequeña cosquilla pero en una esfera lejana de su atención pasiva, porque en ese momento miraba un papalote rojo que flotaba por el lado de allá de la arboleda, dando la impresión de un gato encarnado saltando sobre las copas de los árboles.

La mañana transparentaba al batey y a la casa más cercana atada por los cordeles de los primeros rayos, donde una señora gorda se empecinaba con la batea. Ahora miró de nuevo a la arboleda, el papalote andaba sobre los cañaverales rodeado de garzas que se lanzaban sobre él de vez en cuando posándose unos segundos hasta que con el peso lo precipitaban haciendo molinetes. Otras dos moscas se acercaron en minúsculos giros sobre las uñas de rosas, se sacudían las patas traseras unas con otras como si fueran manos. De vez en cuando se bamboleaban para adelante y se la pasaban sobre las alas como espantando el polvo dando la impresión de seres muy pulcros. Cuando ya eran diez o doce entre los dedos y subiendo a los tobillos hasta casi entrar por la pata del pantalón de mezclilla, el cosquilleo le hizo percibir su propio cuerpo y lo reordenó hasta tener ambas piernas paralelas y levantando la derecha, azotó ligeramente a la otra para espantarla. Pero aún el papalote le llenaba la imaginación, le parecía verlo cargado de libélulas, ahora que las garzas habíanse ido sobre los enormes gusanos blancos que como toros encabronados salían de entre los peñascos de tierras que viraba el tractor de los Calderines, frente a la arboleda. Por allí iban a sustituir el cuero de buey por pangola.

El sol empezaba a astillar la mañana a todo lo largo de la guardarraya y las gotas de rocío se hacían cada vez más pequeñas y escasas. Ya las moscas eran cientos alrededor de las sandalias y apenas dejaban ver la capa de tierra negra. De repente el hombre elevó la rodilla derecha hasta que su mano derecha hasta que su mano alcanzó a golpear dos veces el pie repitiendo lo mismo con el otro. Ellas se arremolinaron un poco más allá, al borde de la tierra donde iban aterrizando miles y ya se podía oir como un rumor de millones de pequeños aviones calentando los motores. A esta hora fue que al tirar un golpe de vista del papalote al tractor, le pareció notar muchos puntitos negros como si el espacio estuviera llenos de huecos que mudaran de lugar. Acomodó los ojos y pudo ver cómo se movían hacia la guardarraya y pudo oír aquel murmullo creciente. Se quedó boquiabierto al mirar alrededor de sus pies. El camino era como un río de moscas cubriendo la tierra que se desplazaban unas sobre otras arañándose, dándose cabezazos, mordiéndose frenéticamente por lo que la superficie de aquel torbellino era ondulada y cambiante.

Sus sandalias ya no eran visibles, su piel se adaptaba a los arañazos minúsculos, levantó un pie dejando un hueco por el que vio el suelo negruzco resumiendo vapores y dibujando su planta. Pero fue un segundo, porque las moscas lo curieron de inmediato. Había quedado apoyado en una pierna. Para salir hacia el potrero era preciso caminar y en esa posición era imposible saltar los carriles. Empezó a sentir miedo porque la yerba no era visible, no era un río sino una laguna de insectos alrededor que le iban llegando a la rodilla. El muslo sobre el cual se apoyaba empezó por punzarle y después a dormirse. Entonces se enroñó, estaba a punto de lanzar el pie sobre aquella masa móvil y con la sola idea hizo una mueca y un escalofrío le anduvo de arriba abajo como un relámpago. A la vez trataba de saber la causa del mosquero, no había animal muerto ni mal olor ni amenazaba agua tan temprano.

Por fin cerró los ojos y dejó caer el peso de su cuerpo por el otro lado. Fue la sensación de millones de burbujas elásticas hasta que al tocar fondo pudo ver que ya pasaban del cinturón de cuero y algunas le cosquilleaban en la barriga, por debajo del ombligo. Acumuló fuerzas para dar el primer paso. Pensó que tendría que mover la masa enorme; Pero cuando lo hizo no hubo resistencia y se fue de bruces, fue a gritar y le entraron en la boca y arañaron la córnea, hasta que apoyó la mano en la blanda capa de moscas muertas de abajo. Después se incorporó sudando y escupiendo animalillos ensalivados que le dejaban un sabor dulzón. Siguió andando con soltura. No era tan difícil aunque al mirar atrás pudo ver que la laguna animal que de orilla a orilla alcanzaba unos diez cordeles se movía alrededor suyo adondequiera que fuese. Entonces se detuvo casi en el lindero del batey con el nivel al cuello. Sólo cuando movía ambas manos alrededor de su cuerpo se despejaba. Pero no podría estar el resto de su vida de esa forma.

Al repasar el horizonte vio de nuevo la casa donde la batea quedó sola, pues parece que la mujer al ver las moscas acumulándose en el patio, cerró la casa. Pensó que si iba hacia allá, y entraba de repente, las coscas quedarían afuera.

Ahora el sol rebotaba en brillos sueltos sobre las alas temblorosas de las moscas que con las rachas del aire levantaban olas que iban y venían llenando la finca. Por momentos vino como una andanada opacando el día hasta que llegó al labio inferior del hombre cuando estaba a unos cinco pasos de la puerta de la casa. Nunca había tocado aquella madera; cuando pasaba por la guardarraya apenas un Hey! Enderezaba a la señora de su lavazón de toda la vida. Sus caderas desparramadas hicieron una pantalla delante de las vicarias del patio trasero. Ahora nada de eso era visible. Iba en puntas de pie haciendo remolinos de manotazos que ha veces lo golpeaban, para poder respirar. Y a menudo estornudaba con algún insecto enclavado en la nariz. Todo era tan increíble que si era terror lo que le agitaba el pecho como un caballo suelto, no lo conoció antes.

Sin poder focalizar sus pensamientos, a pesar de que las moscas estaban allí abochornándolo. En esos momentos golpeaba la puerta. El rumor atronador no le dejaba oir de adentro. Por eso gritó:

_ Señora Juana, por favor; pero no abra Ud. Quite el pestillo y échese a tras, yo voy a entrar de pronto para cerrar enseguida porque me estoy ahogando en una laguna de moscas de dos brazas de hondo! _ Y tosió con la garganta llena.

_ Me oyó? _

_ Sí!, ya quité el pestillo! _

Empujó con el hombro para entrar cayendo a lo largo del piso de cocó. La mujer ya cerraba la puerta de un golpe. Unos pocos miles de moscas zumbaban por toda la casa salpicando de negro la amarillura clara del cocó. El hombre aspiró todo el aire de la casa, se enjuagó los pulmones y lo echó fuera lentamente mientras se derrumbaba sobre un taburete y el sudor espeso le rodaba cuerpo abajo.

_ Agua, por favor! _ Después de tomarse dos latas de agua de pera de agua, cerró los ojos para borrar aquel sueño. Sí, se había levantado temprano, la yegua no aparecía porque seguramente se la robaron y quien sabe si el animalito estaba manoseado, chorreando almidones por sus partes. Como le hayan cortado el rabo iba a matar al primer condenado que se atravesara. El día emepzó mal, después de la yegua, la picada del alacrán al ponerse los zapatos, por lo que se vio obligado a aquellas sandalias usadas diez años por un pobre misionero. Cuando se murió en el portal de la casa de su abuelo, bajo una tempestad, encontraron las sandalias al otro día entre las vicarias.

La mujer estaba parada frente a él con los brazos desgajados y los ojos muy abiertos.

_ Si no me abre, a esta hora estaría muerto. Parece mentira, coño, que las moscas puedan matar a un hombre._

_ ¿Quiere un poco de café?_

_ Sí, gracias_

Involuntariamente vio aquel fondillo estremecerse mientras avanzaba hacia la cocina. Sus caderas subían y bajaban como las ancas de una yegua, sintió un calorcito entre los muslos que empezó a fastidiarle. Se acercó a la pared de tablas y pegó el oído. Se oía claramente el arañar de las patas del otro lado y era como sentir sobre su cuerpo el peso que a la vez tenía la casa sobre sí. Recorría el techo de guano, las cumbreras, las soleras sujetadas por un extremo de los parales, hasta que al bajar un poco, por debajo del alero y por encima de las primeras tablas una gruesa avalancha de moscas iba entrando y ya cubrían el piso y golpeando el guano del techo por dentro. Ella vino tapando la taza con la otra mano.

_ Están llenando la casa! _

Ella asintió rígida como si fuera a gritar que era mentira. De pronto saltó hacia atrás inclinándose y alzándose la saya por encima de las rodillas; pero al darse cuenta de los ojos ansiosos que la escarbaban volvió a bajarla. Mientras reía roja como la cresta de un gallo por las cosquillas que le hacían las moscas en las ingles. Trató de correr al cuarto, pero allí le daban a las rodillas y empezaban a llenar la sala, se acercó entonces a él con la vista perdida. Ahora él revisaba de nuevo el techo y no supo si el olor que se empozaba en la vivienda era de las moscas o de hembra mojada. Ella ya le arañaba el pecho con los pezones porque unos minutos antes se había quitado la camisa huyendo del hormigueo de los animales entre la tela y la piel. Observó que solamente les quedaba libre la cabeza.

_ Tenemos que salir, no se suelte de mí! _

Ella se pegó tanto que no lo dejaba mover.

_ Espere, agárrese del hombro, así! _

Fue hacia la puerta, dentro de la casa era más dif+icil desplazarse porque estaba el límite de las paredes.

_ Cuando salgamos no se suelte, vamos a subir por donde está la batea hasta el caballete de la casa._

Así hizo. Ya afuera se sintieron totalmente cubiertos, él se guiaba por la pared y ella sujetándose a sus hombros, hasta que al tropezar en la batea, él subió. Ella lo fue palpando hasta que la mano le quedó en un tobillo, así lo siguió por la pendiente del techo de guano hasta que sacaron medio cuerpo al sol. Las moscas estaban calientes, crujiendo unas con otras y no se alcanzaba con la vista su límite. La mujer a su lado, lloraba en silencio. En pocos empujones se montaron sobre el caballete. Vieron debajo como un mar en día de viento y sobre su lomo, allá, se vieron las copas de los árboles como islotes verdes. Ahora molestaban mucho a la mujer, le llenaban el vestido y ella manoteaba en vano. Se rascaba levantándose surcos hasta que desesperada, se arrancó la tela y se cubrió las tetas blanquísimas con las manos tiznadas. Un segundo después él se encueraba después. Las moscas les llegaban a la rodilla. De la casa solamente era visible el lomo de yaguas del caballete con ellos dos cabalgándolo. Después se pararon, ella detrás, temblando de cosquillas y de miedo, pues no quedaba otro lugar al que subirse. El pensó en las moscas llenándole el estómago, los pulmones, tosiendo hasta reventar. En su terror sintió las tetas de ella aplastadas contra su espalda, tanto que la miraba antes, tantas veces que se había despellejado por ella detrás de los matojos mirando sus caderas balancearse frente a la batea, y ahora la tenía desnuda junto a él. Echó las manos atrás y apretó aquellas nalgas y fue girando hasta enfrentársele. Ella seguía llorando, ahora con sollozos que le desprendían las costillas. De pronto él sintió que las moscas se le metían entre el cuero de las sandalias, que se reventaban y llenaban de una viscosidad asquerosa. Se agachó aguantando la respiración y se quitó las dos, las sacó sobre el mosquero compacto y cuando en un arranque de cólera las lanzó hacia donde antes estaba la guardarraya, la tierra tembló, un ruido como de turbinas se elevó desde el fondo y vieron que las sandalias flotaban sobre ellas, que se arremolinaban como una pirámide y se elevaban vertiginosamente para irse expandiendo a mayor altura como una nube de tormenta. Oscureció.

Ellos quedaron solos sobre la casa, lelos, mirando aquella mancha enorme que se perdía en el cielo. Así estuvieron hasta que el sol les quemó los ojos. El mundo estaba libre sobre ellos. Empezaron a reírse hasta que de pronto, se miraron.

PASTOR JOSE AGUIAR

Tuesday, February 13, 2007

LITERATURA COSTUMBRISTA CUBANA

Imagen: Vista de Matanzas, Cuba - www.guije.com


LA TRILLADORA

Como en lo de Quico tenían refrigerador, abuelo me dio un peso para traer una jarra de refresco . Iba comiendo un boniato crudo encontrado mientras cortaba las últimas espigas. Ahora el arrozal yacía en pilas reverberantes y su gris moribundo nos apretaba, como si de un momento a otro fuera a incendiarse. Tirados y apoyando la espalda contra una de las pilas cercanas a la guardarraya, por donde iba a llegar la máquina, tres hombres me esperaban. Desde mas allá vino el Moro bailando y azotándose las canillas. Los demás se corrieron al extremo de la pila aplastando primero los tallos para no hincarse el fondillo. Eran las hormigas bravas. Nada peor a esa hora. Juano, muchacho de unos quince años y más espigado que yo, llegó volando para arrebatarme la jarra y de no ser por abuelo, se la hubiera tomado.
_No seas hartón , muchacho_ le gritó, dándole primero al Moro. Yo miraba con odio a Juano unas veces; otras con miedo, porque con sus brazos largos era temible; además de atrevido. Por ello me gustaba andar cerca del abuelo.
El Moro trataba de matar a un ratón semejante a una mangosta; pero lo dejó al oír el ruido asmático de la trilladora, que enfilaba la guardarraya por su nacimiento en el Crucero Hondo. A veinte cordeles era una máquina infernal, halando la nube de polvo rojiza. Así arrastrándose hizo retemblar a las pilas de arroz y calló a los grillos del mediodía. Las garzas que moteaban el campo segado, se alzaron como una gran tela. Después se arrollaron hacia la máquina , confundiéndola con un tractor y su estela de gusanos, lanzándose en picada , en la que algunas se desnucaban. Ahora reculó hasta la pila, justo sobre el hormiguero.
_ El ayudante se me enfermó, uno de ustedes tiene que llenar los sacos_ Nos dijo, sin apagar el motor, el mismo Tino de todos los años.
_ Pues va a estar dura la cosa, porque si uno llena los sacos, quedamos tres, para alcanzarte los puñados y para cargar desde la pila acá. Nos vamos a reventar_ Le replicó abuelo .
Ya estaban poniendo las correas para arrancar el mecanismo de la trilla. Juano se fue a llenar los sacos, un poco a la izquierda de donde el Moro y yo le alcanzábamos brazadas de espigas a abuelo.
Cuando la trilladora comienza su faena, no se puede detener, los brazos tienen que ser continuos , y si no hay gente de repuesto, pues ni tiempo para tomar agua o matarse las hormigas , ni menos para sacudirse ese polvillo reseco y picante. Todo ello a las doce de un Agosto.
No se oyó palabra, cada cual se tragaba sus ofensas y le mentaba la madre a la máquina, al enfermo, al calor, y sobre todo a las hormigas cuando encontraban los testículos.
El rezongar del aparato, estremeciéndose como si fuera a derrumbarse sobre nosotros, cerraba la hora espectral. Entonces, en una de las brazadas, Juano me lanzó un puñado de arroz y por la boca desparramada por el jadeo, entró una buena parte. Medio ahogado, seguí cargando con toda la rapidez y la fuerza que me invadieron. A veces llegué a doblar al Moro con los viajes a la pila. Lo vi reírse con las fauces llenas de paja, mientras retiraba un saco, y sacaba otro puñado. Lo hizo lentamente y de nuevo contra mi cara, pero esta vez apreté los labios y cerré los ojos. El siguió riendo, lo supe aún de espaldas. Sentí deseos de que el aparato le cayera encima. Pero, lo peor era el miedo de pegarle.
La trilladora iba a dirigirse a la próxima pila y nos quedamos cogiendo un respiro, sin ánimos de despegar los pies. El Moro se tumbó a la larga, boca arriba y abuelo rascándose sin mucha prisa. Juano me llenó el pelo ahora, y después por la oreja derecha. Eran como municiones seguidas de un estampido de carcajadas. Yo miré a los demás. La trilladora reculaba de nuevo dos cordeles mas allá y el dueño nos hizo señas. Esta vez abuelo se quedó midiéndome de pies a cabeza con una severidad acusadora, antes del siguiente puñado en el cuello. El Moro también se detuvo, andados unos pasos hacia la otra pila. Yo tuve mas miedo cuando su risa se acercaba al decirme.
_¿Te gusta que te lo haga, eh ?
Sentí las piernas flojas, dude de las fuerzas de mis brazos y pensé que debía estar muy pálido, casi verde. Fue repulsión contra mí . Pero abuelo continuaba como queriendo hacerme crecer y ofendiéndome a la vez. El Moro, de un momento a otro iba a reírse. Hasta la máquina se detuvo. El dolor me aguó los ojos. Entre los cristales de las lágrimas vi a Juano parado en frente, tirándome su aliento a la cara, apretando un puñado de arroz en cada mano y reventando en una carcajada silenciosa, repiqueteándole en los dientes y en un hilillo de baba. Nada se oyó en cien cordeles a la redonda. Ya no pude mirar a abuelo ni al Moro, solamente una masa grande babeándose de risa. Supe que al momento iban a estrellarse contra mí los dos puñados y nada podía pasar después de ello. Entonces le golpeé el rostro con fuerzas ignoradas. Lo golpeaba y enseguida lo abracé por el pecho cayéndole encima para seguir aporreándole aquella cara enorme hasta sentir sus dientes hincándome. Sus huesos me inflamaban los puños. Después lo dejé así, tan sorprendido y asustado, más asustado que yo , sin valor para levantarse. El de la máquina ya se retiraba gritando como si también fuera a golpear a alguien.
_ Arriba!... A trabajar! ¿O qué se piensan ?.


PASTOR JOSE AGUIAR

Wednesday, February 07, 2007

SOMOS PORQUE NOS AMAMOS


Ocurres en mi vida para siempre.
Has estado en mí como de nombre.
A mi piel la realiza tu mano.
En quedándote hacia adentro
es que soy
y aún así, irrepetiblemente
vuelves cada vez
que te lato en mi pecho.


PASTOR JOSE AGUIAR