La primera mosca se posó cerca de sus pies. Las sandalias parecían gritar agarrándose a los pretiles dejados por las carretas en tiempos de zafra. La tierra estaba húmeda y caliente y la yerba orillaba al camino destrozada, además, por los cascos de los caballos. Ahora los dedos gordos asomaban por las sandalias como cabezas de jicoteas husmeando los alrededores. Uno de ellos se adelantó escarbando los terroncillos. El hombre sintió una pequeña cosquilla pero en una esfera lejana de su atención pasiva, porque en ese momento miraba un papalote rojo que flotaba por el lado de allá de la arboleda, dando la impresión de un gato encarnado saltando sobre las copas de los árboles.
La mañana transparentaba al batey y a la casa más cercana atada por los cordeles de los primeros rayos, donde una señora gorda se empecinaba con la batea. Ahora miró de nuevo a la arboleda, el papalote andaba sobre los cañaverales rodeado de garzas que se lanzaban sobre él de vez en cuando posándose unos segundos hasta que con el peso lo precipitaban haciendo molinetes. Otras dos moscas se acercaron en minúsculos giros sobre las uñas de rosas, se sacudían las patas traseras unas con otras como si fueran manos. De vez en cuando se bamboleaban para adelante y se la pasaban sobre las alas como espantando el polvo dando la impresión de seres muy pulcros. Cuando ya eran diez o doce entre los dedos y subiendo a los tobillos hasta casi entrar por la pata del pantalón de mezclilla, el cosquilleo le hizo percibir su propio cuerpo y lo reordenó hasta tener ambas piernas paralelas y levantando la derecha, azotó ligeramente a la otra para espantarla. Pero aún el papalote le llenaba la imaginación, le parecía verlo cargado de libélulas, ahora que las garzas habíanse ido sobre los enormes gusanos blancos que como toros encabronados salían de entre los peñascos de tierras que viraba el tractor de los Calderines, frente a la arboleda. Por allí iban a sustituir el cuero de buey por pangola.
El sol empezaba a astillar la mañana a todo lo largo de la guardarraya y las gotas de rocío se hacían cada vez más pequeñas y escasas. Ya las moscas eran cientos alrededor de las sandalias y apenas dejaban ver la capa de tierra negra. De repente el hombre elevó la rodilla derecha hasta que su mano derecha hasta que su mano alcanzó a golpear dos veces el pie repitiendo lo mismo con el otro. Ellas se arremolinaron un poco más allá, al borde de la tierra donde iban aterrizando miles y ya se podía oir como un rumor de millones de pequeños aviones calentando los motores. A esta hora fue que al tirar un golpe de vista del papalote al tractor, le pareció notar muchos puntitos negros como si el espacio estuviera llenos de huecos que mudaran de lugar. Acomodó los ojos y pudo ver cómo se movían hacia la guardarraya y pudo oír aquel murmullo creciente. Se quedó boquiabierto al mirar alrededor de sus pies. El camino era como un río de moscas cubriendo la tierra que se desplazaban unas sobre otras arañándose, dándose cabezazos, mordiéndose frenéticamente por lo que la superficie de aquel torbellino era ondulada y cambiante.
Sus sandalias ya no eran visibles, su piel se adaptaba a los arañazos minúsculos, levantó un pie dejando un hueco por el que vio el suelo negruzco resumiendo vapores y dibujando su planta. Pero fue un segundo, porque las moscas lo curieron de inmediato. Había quedado apoyado en una pierna. Para salir hacia el potrero era preciso caminar y en esa posición era imposible saltar los carriles. Empezó a sentir miedo porque la yerba no era visible, no era un río sino una laguna de insectos alrededor que le iban llegando a la rodilla. El muslo sobre el cual se apoyaba empezó por punzarle y después a dormirse. Entonces se enroñó, estaba a punto de lanzar el pie sobre aquella masa móvil y con la sola idea hizo una mueca y un escalofrío le anduvo de arriba abajo como un relámpago. A la vez trataba de saber la causa del mosquero, no había animal muerto ni mal olor ni amenazaba agua tan temprano.
Por fin cerró los ojos y dejó caer el peso de su cuerpo por el otro lado. Fue la sensación de millones de burbujas elásticas hasta que al tocar fondo pudo ver que ya pasaban del cinturón de cuero y algunas le cosquilleaban en la barriga, por debajo del ombligo. Acumuló fuerzas para dar el primer paso. Pensó que tendría que mover la masa enorme; Pero cuando lo hizo no hubo resistencia y se fue de bruces, fue a gritar y le entraron en la boca y arañaron la córnea, hasta que apoyó la mano en la blanda capa de moscas muertas de abajo. Después se incorporó sudando y escupiendo animalillos ensalivados que le dejaban un sabor dulzón. Siguió andando con soltura. No era tan difícil aunque al mirar atrás pudo ver que la laguna animal que de orilla a orilla alcanzaba unos diez cordeles se movía alrededor suyo adondequiera que fuese. Entonces se detuvo casi en el lindero del batey con el nivel al cuello. Sólo cuando movía ambas manos alrededor de su cuerpo se despejaba. Pero no podría estar el resto de su vida de esa forma.
Al repasar el horizonte vio de nuevo la casa donde la batea quedó sola, pues parece que la mujer al ver las moscas acumulándose en el patio, cerró la casa. Pensó que si iba hacia allá, y entraba de repente, las coscas quedarían afuera.
Ahora el sol rebotaba en brillos sueltos sobre las alas temblorosas de las moscas que con las rachas del aire levantaban olas que iban y venían llenando la finca. Por momentos vino como una andanada opacando el día hasta que llegó al labio inferior del hombre cuando estaba a unos cinco pasos de la puerta de la casa. Nunca había tocado aquella madera; cuando pasaba por la guardarraya apenas un Hey! Enderezaba a la señora de su lavazón de toda la vida. Sus caderas desparramadas hicieron una pantalla delante de las vicarias del patio trasero. Ahora nada de eso era visible. Iba en puntas de pie haciendo remolinos de manotazos que ha veces lo golpeaban, para poder respirar. Y a menudo estornudaba con algún insecto enclavado en la nariz. Todo era tan increíble que si era terror lo que le agitaba el pecho como un caballo suelto, no lo conoció antes.
Sin poder focalizar sus pensamientos, a pesar de que las moscas estaban allí abochornándolo. En esos momentos golpeaba la puerta. El rumor atronador no le dejaba oir de adentro. Por eso gritó:
_ Señora Juana, por favor; pero no abra Ud. Quite el pestillo y échese a tras, yo voy a entrar de pronto para cerrar enseguida porque me estoy ahogando en una laguna de moscas de dos brazas de hondo! _ Y tosió con la garganta llena.
_ Me oyó? _
_ Sí!, ya quité el pestillo! _
Empujó con el hombro para entrar cayendo a lo largo del piso de cocó. La mujer ya cerraba la puerta de un golpe. Unos pocos miles de moscas zumbaban por toda la casa salpicando de negro la amarillura clara del cocó. El hombre aspiró todo el aire de la casa, se enjuagó los pulmones y lo echó fuera lentamente mientras se derrumbaba sobre un taburete y el sudor espeso le rodaba cuerpo abajo.
_ Agua, por favor! _ Después de tomarse dos latas de agua de pera de agua, cerró los ojos para borrar aquel sueño. Sí, se había levantado temprano, la yegua no aparecía porque seguramente se la robaron y quien sabe si el animalito estaba manoseado, chorreando almidones por sus partes. Como le hayan cortado el rabo iba a matar al primer condenado que se atravesara. El día emepzó mal, después de la yegua, la picada del alacrán al ponerse los zapatos, por lo que se vio obligado a aquellas sandalias usadas diez años por un pobre misionero. Cuando se murió en el portal de la casa de su abuelo, bajo una tempestad, encontraron las sandalias al otro día entre las vicarias.
La mujer estaba parada frente a él con los brazos desgajados y los ojos muy abiertos.
_ Si no me abre, a esta hora estaría muerto. Parece mentira, coño, que las moscas puedan matar a un hombre._
_ ¿Quiere un poco de café?_
_ Sí, gracias_
Involuntariamente vio aquel fondillo estremecerse mientras avanzaba hacia la cocina. Sus caderas subían y bajaban como las ancas de una yegua, sintió un calorcito entre los muslos que empezó a fastidiarle. Se acercó a la pared de tablas y pegó el oído. Se oía claramente el arañar de las patas del otro lado y era como sentir sobre su cuerpo el peso que a la vez tenía la casa sobre sí. Recorría el techo de guano, las cumbreras, las soleras sujetadas por un extremo de los parales, hasta que al bajar un poco, por debajo del alero y por encima de las primeras tablas una gruesa avalancha de moscas iba entrando y ya cubrían el piso y golpeando el guano del techo por dentro. Ella vino tapando la taza con la otra mano.
_ Están llenando la casa! _
Ella asintió rígida como si fuera a gritar que era mentira. De pronto saltó hacia atrás inclinándose y alzándose la saya por encima de las rodillas; pero al darse cuenta de los ojos ansiosos que la escarbaban volvió a bajarla. Mientras reía roja como la cresta de un gallo por las cosquillas que le hacían las moscas en las ingles. Trató de correr al cuarto, pero allí le daban a las rodillas y empezaban a llenar la sala, se acercó entonces a él con la vista perdida. Ahora él revisaba de nuevo el techo y no supo si el olor que se empozaba en la vivienda era de las moscas o de hembra mojada. Ella ya le arañaba el pecho con los pezones porque unos minutos antes se había quitado la camisa huyendo del hormigueo de los animales entre la tela y la piel. Observó que solamente les quedaba libre la cabeza.
_ Tenemos que salir, no se suelte de mí! _
Ella se pegó tanto que no lo dejaba mover.
_ Espere, agárrese del hombro, así! _
Fue hacia la puerta, dentro de la casa era más dif+icil desplazarse porque estaba el límite de las paredes.
_ Cuando salgamos no se suelte, vamos a subir por donde está la batea hasta el caballete de la casa._
Así hizo. Ya afuera se sintieron totalmente cubiertos, él se guiaba por la pared y ella sujetándose a sus hombros, hasta que al tropezar en la batea, él subió. Ella lo fue palpando hasta que la mano le quedó en un tobillo, así lo siguió por la pendiente del techo de guano hasta que sacaron medio cuerpo al sol. Las moscas estaban calientes, crujiendo unas con otras y no se alcanzaba con la vista su límite. La mujer a su lado, lloraba en silencio. En pocos empujones se montaron sobre el caballete. Vieron debajo como un mar en día de viento y sobre su lomo, allá, se vieron las copas de los árboles como islotes verdes. Ahora molestaban mucho a la mujer, le llenaban el vestido y ella manoteaba en vano. Se rascaba levantándose surcos hasta que desesperada, se arrancó la tela y se cubrió las tetas blanquísimas con las manos tiznadas. Un segundo después él se encueraba después. Las moscas les llegaban a la rodilla. De la casa solamente era visible el lomo de yaguas del caballete con ellos dos cabalgándolo. Después se pararon, ella detrás, temblando de cosquillas y de miedo, pues no quedaba otro lugar al que subirse. El pensó en las moscas llenándole el estómago, los pulmones, tosiendo hasta reventar. En su terror sintió las tetas de ella aplastadas contra su espalda, tanto que la miraba antes, tantas veces que se había despellejado por ella detrás de los matojos mirando sus caderas balancearse frente a la batea, y ahora la tenía desnuda junto a él. Echó las manos atrás y apretó aquellas nalgas y fue girando hasta enfrentársele. Ella seguía llorando, ahora con sollozos que le desprendían las costillas. De pronto él sintió que las moscas se le metían entre el cuero de las sandalias, que se reventaban y llenaban de una viscosidad asquerosa. Se agachó aguantando la respiración y se quitó las dos, las sacó sobre el mosquero compacto y cuando en un arranque de cólera las lanzó hacia donde antes estaba la guardarraya, la tierra tembló, un ruido como de turbinas se elevó desde el fondo y vieron que las sandalias flotaban sobre ellas, que se arremolinaban como una pirámide y se elevaban vertiginosamente para irse expandiendo a mayor altura como una nube de tormenta. Oscureció.
Ellos quedaron solos sobre la casa, lelos, mirando aquella mancha enorme que se perdía en el cielo. Así estuvieron hasta que el sol les quemó los ojos. El mundo estaba libre sobre ellos. Empezaron a reírse hasta que de pronto, se miraron.
PASTOR JOSE AGUIAR
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