LA TRILLADORA
Como en lo de Quico tenían refrigerador, abuelo me dio un peso para traer una jarra de refresco . Iba comiendo un boniato crudo encontrado mientras cortaba las últimas espigas. Ahora el arrozal yacía en pilas reverberantes y su gris moribundo nos apretaba, como si de un momento a otro fuera a incendiarse. Tirados y apoyando la espalda contra una de las pilas cercanas a la guardarraya, por donde iba a llegar la máquina, tres hombres me esperaban. Desde mas allá vino el Moro bailando y azotándose las canillas. Los demás se corrieron al extremo de la pila aplastando primero los tallos para no hincarse el fondillo. Eran las hormigas bravas. Nada peor a esa hora. Juano, muchacho de unos quince años y más espigado que yo, llegó volando para arrebatarme la jarra y de no ser por abuelo, se la hubiera tomado.
_No seas hartón , muchacho_ le gritó, dándole primero al Moro. Yo miraba con odio a Juano unas veces; otras con miedo, porque con sus brazos largos era temible; además de atrevido. Por ello me gustaba andar cerca del abuelo.
El Moro trataba de matar a un ratón semejante a una mangosta; pero lo dejó al oír el ruido asmático de la trilladora, que enfilaba la guardarraya por su nacimiento en el Crucero Hondo. A veinte cordeles era una máquina infernal, halando la nube de polvo rojiza. Así arrastrándose hizo retemblar a las pilas de arroz y calló a los grillos del mediodía. Las garzas que moteaban el campo segado, se alzaron como una gran tela. Después se arrollaron hacia la máquina , confundiéndola con un tractor y su estela de gusanos, lanzándose en picada , en la que algunas se desnucaban. Ahora reculó hasta la pila, justo sobre el hormiguero.
_ El ayudante se me enfermó, uno de ustedes tiene que llenar los sacos_ Nos dijo, sin apagar el motor, el mismo Tino de todos los años.
_ Pues va a estar dura la cosa, porque si uno llena los sacos, quedamos tres, para alcanzarte los puñados y para cargar desde la pila acá. Nos vamos a reventar_ Le replicó abuelo .
Ya estaban poniendo las correas para arrancar el mecanismo de la trilla. Juano se fue a llenar los sacos, un poco a la izquierda de donde el Moro y yo le alcanzábamos brazadas de espigas a abuelo.
Cuando la trilladora comienza su faena, no se puede detener, los brazos tienen que ser continuos , y si no hay gente de repuesto, pues ni tiempo para tomar agua o matarse las hormigas , ni menos para sacudirse ese polvillo reseco y picante. Todo ello a las doce de un Agosto.
No se oyó palabra, cada cual se tragaba sus ofensas y le mentaba la madre a la máquina, al enfermo, al calor, y sobre todo a las hormigas cuando encontraban los testículos.
El rezongar del aparato, estremeciéndose como si fuera a derrumbarse sobre nosotros, cerraba la hora espectral. Entonces, en una de las brazadas, Juano me lanzó un puñado de arroz y por la boca desparramada por el jadeo, entró una buena parte. Medio ahogado, seguí cargando con toda la rapidez y la fuerza que me invadieron. A veces llegué a doblar al Moro con los viajes a la pila. Lo vi reírse con las fauces llenas de paja, mientras retiraba un saco, y sacaba otro puñado. Lo hizo lentamente y de nuevo contra mi cara, pero esta vez apreté los labios y cerré los ojos. El siguió riendo, lo supe aún de espaldas. Sentí deseos de que el aparato le cayera encima. Pero, lo peor era el miedo de pegarle.
La trilladora iba a dirigirse a la próxima pila y nos quedamos cogiendo un respiro, sin ánimos de despegar los pies. El Moro se tumbó a la larga, boca arriba y abuelo rascándose sin mucha prisa. Juano me llenó el pelo ahora, y después por la oreja derecha. Eran como municiones seguidas de un estampido de carcajadas. Yo miré a los demás. La trilladora reculaba de nuevo dos cordeles mas allá y el dueño nos hizo señas. Esta vez abuelo se quedó midiéndome de pies a cabeza con una severidad acusadora, antes del siguiente puñado en el cuello. El Moro también se detuvo, andados unos pasos hacia la otra pila. Yo tuve mas miedo cuando su risa se acercaba al decirme.
_¿Te gusta que te lo haga, eh ?
Sentí las piernas flojas, dude de las fuerzas de mis brazos y pensé que debía estar muy pálido, casi verde. Fue repulsión contra mí . Pero abuelo continuaba como queriendo hacerme crecer y ofendiéndome a la vez. El Moro, de un momento a otro iba a reírse. Hasta la máquina se detuvo. El dolor me aguó los ojos. Entre los cristales de las lágrimas vi a Juano parado en frente, tirándome su aliento a la cara, apretando un puñado de arroz en cada mano y reventando en una carcajada silenciosa, repiqueteándole en los dientes y en un hilillo de baba. Nada se oyó en cien cordeles a la redonda. Ya no pude mirar a abuelo ni al Moro, solamente una masa grande babeándose de risa. Supe que al momento iban a estrellarse contra mí los dos puñados y nada podía pasar después de ello. Entonces le golpeé el rostro con fuerzas ignoradas. Lo golpeaba y enseguida lo abracé por el pecho cayéndole encima para seguir aporreándole aquella cara enorme hasta sentir sus dientes hincándome. Sus huesos me inflamaban los puños. Después lo dejé así, tan sorprendido y asustado, más asustado que yo , sin valor para levantarse. El de la máquina ya se retiraba gritando como si también fuera a golpear a alguien.
_ Arriba!... A trabajar! ¿O qué se piensan ?.
PASTOR JOSE AGUIAR
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